sábado, 16 de mayo de 2020

CARTA A MARIANA, CON EL RECUERDO DE UNA PLAZA




Querida Mariana: Te paso copia de una foto que tomé hace meses. Es la placita que está al lado del templo de El Calvario, en nuestro pueblo.
El templo de El Calvario, todo mundo lo sabe, fue el templo más cercano a las casas donde vivió Rosario Castellanos. Fue el templo más próximo a nuestra escritora. Ella escuchaba, en los patios de sus casas, las campanas de este templo.
Las dos casas identificadas donde ella vivió están a media cuadra del templo. Una está frente a la entrada (o salida) del Pasaje Morales y la otra frente al lateral del palacio municipal, donde ahora está el Restaurante ‘Ta Bonitío.
La foto, digo, fue tomada antes de la pandemia, pero la ausencia de personas habla de estos tiempos de confinamiento.
La imagen tiene su encanto, porque todo está como en suspenso, como en espera de que las personas se acerquen.
Los espacios públicos poseen esa característica: cualquiera puede hacer uso de ellos. Acá, por lo regular (insisto, antes de la pandemia) en este espacio se reúnen grupos de personas. He visto parejas que se sientan en la banca adosada al muro y platican, se toman de las manos y hacen planes para un futuro que sueñan juntos.
He visto a señoras que se sientan en la misma banca de cemento, dejan las bolsas del mandado y pelan una mandarina, mientras ven a las personas que caminan por las dos banquetas del frente.
He visto a muchachos que bajan del colectivo (que se detiene en la esquina) y se sientan un rato en esas bancas de hierro y juegan a aventarse papelitos o revisan sus celulares y se acercan cuando alguien los llama para ver un video de youtube o una foto en Instagram.
He visto niños que se sientan en el piso y juegan carritos. En una ocasión (se me hizo memorable) vi a dos niñas que, al lado de su mamá, jugaban matatena. ¿Mirás? ¡Matatena! Pucha, un juego que era común en los años sesenta, pero que ahora no es frecuente, porque ahora, las niñas juegan con celulares y con TikTok y, las más creciditas, mandan el pack para sus afectos (se arriesgan).
Esta plaza es una de las más afectuosas del pueblo. No tiene la monumentalidad del parque central, pero tiene la intimidad de un espacio céntrico que, a pesar de estar en un lugar de mucho tránsito (tanto de autos como de personas) logra una burbuja como de confesionario lleno de luz.
Este lugar, en los años setenta no existía como espacio público, porque era un anexo del templo. Este espacio estaba delimitado con una barda. Había ocasiones que la puerta estaba cerrada y nadie de afuera podía ingresar.
Yo tuve la fortuna en 1973, más o menos, de entrar en dos o tres ocasiones. Ahí, el famoso padre Joel Padrón y la maestra Angelita Román, quien daba clases de química en la prepa, crearon un grupo de jóvenes que se reunían en un salón en ese espacio. Ahí se reunían los chavos setenteros (con zapatos de plataforma, pantalones acampanados, camisas floreadas, suéteres con cuello mao y cabelleras largas), se reunían para platicar temas de importancia, para tomar café, para fumar (algunos dicen, no me creás, que no faltaba el que se trepaba al campanario y se aventaba un churrito) y para escuchar música de ese trío sensacional, formado por Enrique Penagos, Roberto González y Fernando Escárcega, trío de talentosos músicos que (¡agarrate!) tocaban rock en la misa juvenil. ¡Ah, el templo se llenaba cuando los chavos tocaban! No era tanto que la muchachada se sintiera tocada por el llamado del Espíritu Santo sino por el llamado de la música moderna.
Un día, la autoridad tumbó la barda y convirtió ese espacio semi privado en público y ahora todo mundo que pasa por ahí puede sentarse y platicar o ver cómo la tarde camina con pasos lentos y armoniosos.
Comitán es, todavía, una ciudad armoniosa. Esta imagen así lo demuestra. Acá ves una instalación fabulosa. La base metálica donde se asienta el árbol seco era la base de una lámpara, lámpara que andá a saber en qué momento desapareció o se dobló o nunca la colocaron. La base quedó ahí, alguien (¡bien!) colocó esta ramazón, la pintó de blanco y formó una de las instalaciones artísticas más geniales del pueblo. Un día vi que dos niños colgaban papelitos de colores en las ramas, otro día vi que una modelo (niña preciosa, con minifalda, botas negras hasta las rodillas, top que le dejaba visible toda la pancita y enseñoreaba los pechos que los tenía generosos) se colocaba ahí y posaba para dos fotógrafos que, hincados, botados en el piso o trepados sobre una escalera metálica plegadiza, le tomaban decenas de fotos, mientras ella, deliciosa, sonreía, se tocaba el cabello, abría los labios, sacaba tantito la lengua, colocaba una mano sobre su cadera, metía ambas manos en su entrepierna. Ese día, muchos peatones se detuvieron y disfrutaron la sesión fotográfica. Más de dos muchachos sacaron sus celulares y tomaron fotos como si hicieran el detrás de cámaras de ese glorioso instante.
En realidad, vos estarás de acuerdo conmigo, el deleite de la plaza no está en sentarse en las bancas sino en pararse en el lugar donde estuve parado. Desde el frente se puede ver lo que acá comparto. A mí me encanta el cine y la fotografía, tal vez por esto siempre busco el lugar donde yo no sea protagonista de la escena sino simple observador. Acá, quienes se sientan en estas bancas o permanecen parados en espera del colectivo, también son observadores de lo que sucede frente a ellos, pero lo que pasa frente a ellos es como un tren de esos que transitan en las vías de Japón: todo es rapidísimo; en cambio, quien se para donde yo estuve parado ve la vida tranquila de quien se sienta a descansar.
El día que tomé la foto era un día de mucha actividad, sin embargo (acá lo ves) la placita parecía contagiada de la paz del interior del templo, porque otro atractivo del lugar no sólo es la plaza, sino el interior de El Calvario. El Calvario es un templo que siempre permanece casi vacío. Los que se bajan de los colectivos pasan a santiguarse de prisa y salen. Son pocas las personas que, en las mañanas, llegan para orar con calma. Quien no falta es la persona que vigila el templo, siempre está sentada en las bancas finales, pendiente de que todo transcurra dentro de la normalidad.
La placita se llena de personas por ratos, hay instantes en que queda como acá se ve: Vacía. Hay instantes en que parecería que el árbol seco se estira, alza sus manos en busca de esas nubes que, como cabelleras setenteras, se extienden por encima de una línea coqueta de tejas.
El espacio es muy generoso, habla mucho de la personalidad del pueblo comiteco. Es parte del corazón del centro: abre sus brazos de aire y sonríe con sonrisa amarilla y mira a través de un tercer ojo.
Ahora, la imagen es como un buen augurio. Esas bancas de hierro, ese árbol seco y esa banca corrida de cemento y ladrillo están en espera de que las personas de buen corazón los abracen, los inunden. El deseo es que, en esas bancas, los muchachos se sienten y se abracen y se besen y se digan palabras bonitas y lean libros de poemas y elijan un poema de Sabines para calentar el alma. El deseo es que esas bancas vuelvan a recibir los cuerpos cansados de las señoras que acaban de subir del mercado primero de mayo, con la morraleta llena de mangos ataulfo y naranjas y ramitos de cilantro y dos mazorcas bien granudas y un pedazo de queso y un poco de polvo de chicharrón y tomatito verde y medio kilo de tortillas hechas a mano. El deseo es que esas bancas vuelvan a recibir a los grupos de amigos chachalaqueros que se enseñan videos en sus dispositivos electrónicos. El deseo es que la plaza vuelva a llenarse de vida. Mientras tanto, la prudencia dicta que debemos permanecer en casa.
Posdata: En todo el mundo hay plazas famosas. Los turistas (cuando viajaban sin restricciones) elegían las grandes plazas para abrir los brazos y recibir el sol de países ampliamente deseados. ¿Qué viajante no se paró a mitad de la Plaza de la Concordia, en París? ¿Quién no lo hizo en el Zócalo, de la Ciudad de México? Millones de personas dijeron que París bien valía una misa, pero igual valor tenía pararse en el centro de la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. ¡Ah!, plazas rotundas, majestuosas, árboles enormes de la arquitectura mundial.
Nuestra placita es más modesta, con orgullo digo que es una niña pueblerina, sin el glamur de las chicas de pasarela, pero es una placita bella, muy digna, muy llena de historia y de historias. Esta placita no tiene el obelisco gigantesco que sí posee la Plaza de la Concordia, en París; en esta placita crece, con el agua de la vida, un sencillo árbol blanco seco.