sábado, 9 de mayo de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN PEDAZO DE PAPEL QUE ES UN PEDAZO DE VIDA




Querida Mariana: Te paso copia de una fotografía donde aparece un boletito, en cartoncillo de color azul. El texto dice que es un bono que costaba cincuenta centavos. Las personas de buen corazón metían la mano en la bolsa del pantalón, sacaban una moneda de cincuenta centavos (un tostón) y, a cambio, recibían este cartoncito que era constancia de su cooperación con el Consejo de Administración que recaudaba fondos para la construcción del edificio de la Escuela Primaria Urbana Fray Matías de Córdova. Como ves, el documento está fechado en Comitán y es del 30 de abril de 1965, fecha en que se celebró la elección de Reina de la Primavera.
Tal vez deba contar que, en ese tiempo, en la escuela se efectuaba la elección con base al dinero que recaudaban las candidatas, las niñas bonitas vendían bonos con amigos, vecinos y parientes. Ganaba, por supuesto, la candidata que más dinero recaudaba. A mí me tocó ver en una ocasión la contienda entre una niña de condición modesta y una niña hija de familia acaudalada, ambas bellísimas. Dirás que ya todo estaba dispuesto por el destino, bastaba que el papá de la niña rica abriera su cartera para soltar la paga y asegurar el triunfo de su hija. ¡Así fue!, pero por muy poco, la niña modesta anduvo por todo el pueblo vendiendo bonos. Estuvo a punto de ganar, hubiese sido una historia fantástica.
Pero lo de los bonos para la elección de reina es una historia lateral, la historia central es el motivo principal de la recaudación del año 1965: Los fondos recaudados serían destinados para la construcción del edificio de la escuela.
Vos sabés que yo estudié la primaria en la gloriosa Matías de Córdova, escuela de la que hoy hablamos. En 1965, año de este bono, yo estudiaba el cuarto grado de educación primaria. Ya te conté que mi maestro era el profesor Javier Flores Torres, quien (gracias a Dios) aún vive, en diciembre del año pasado cumplió cien años, ¡cien años! Ya, por supuesto, está un tantito mermado de sus facultades mentales y físicas, a veces ya no distingue bien la realidad, pero anda bien activo. Tiene un enfermero que lo acompaña, a veces el enfermero le pone una figura de porcelana sobre la mesilla y le da al maestro lápiz y papel, el maestro Javier lo dibuja, con gran destreza, siempre fue un gran dibujante. Es un viejo maravilloso.
También te conté que, ya casi al término del cuarto año de primaria, se celebró el Mundial de Fútbol en Inglaterra, el día que México jugó contra la selección de Francia, el maestro nos llamó, hizo que nos sentáramos en el piso al lado del escritorio y prendió un radio de esos que vendían en la frontera de Guatemala, con una cubierta de piel, color café con agujeritos donde estaba la bocina para que saliera bien el sonido, y escuchamos la trasmisión del partido y nos emocionamos cuando Enrique Borja, el narigón de oro, anotó el primer gol del partido. ¿Podés creerlo? México le estaba ganando a Francia. Nosotros, igual que medio México, gritó ¡gol, gol!, y nos abrazamos y nos paramos y movimos los pies como si bailáramos. Nos tranquilizamos y continuamos escuchando, haciendo changuitos, pidiendo otro gol, sí, otro. El destino que es implacable nos escuchó y cayó el siguiente gol, pero nos hizo una travesura, porque el gol cayó en la portería de nuestra selección. El partido se empató. No recordábamos la clase de historia, pero ya el maestro Javier nos había enseñado que el 5 de mayo de 1862 las armas nacionales se habían bañado de gloria, pues el ejército mexicano le había ganado al ejército francés, el más poderoso del mundo en ese entonces, pero meses después el ejército mexicano sufrió una derrota ante los franceses, derrota más amarga que la inicial victoria. Bueno, pues nuestra emoción infantil fue pasajera, nos duró poco el gusto. No le ganamos a Francia, pero (consuelo de siempre) tampoco perdimos. El partido terminó empatado. Ya luego, la selección de Inglaterra se encargaría de ponernos en nuestro lugar, México perdió contra los anfitriones, dos a cero. El empate con Uruguay, en el tercer partido, hizo que nuestra selección quedara fuera de la siguiente fase, que quedara fuera del Mundial.
A mí, la verdad, no me importaba el destino de la selección mexicana, me había maravillado la experiencia de escuchar el partido contra Francia, en el salón de cuarto grado, cuya puerta trasera daba al patio donde jugábamos todos los días a la hora del recreo.
Digo que el maestro Javier fue un excelente dibujante y un maestro hábil con manualidades. Recuerdo que, durante el año, en algún momento, hicimos una figura en triplay. Los alumnos fuimos a comprar una sierra pequeña de arco con una segueta de dientes como de ratoncito. Todos fuimos a comprarla en la ferretería que tenía don Carlitos Siliceo en el portal frente a la manzana derruida en los años setenta. La ferretería de don Carlitos estaba al lado de donde ahora está la Farmacia del Ahorro. Luego fuimos a comprar un cuadrito de triplay de tres milímetros en la carpintería y un papel carbón en la Proveedora Cultural, de don Rami Ruiz (bendito señor, mil veces bendito), y con esos materiales nos presentamos el siguiente día en el salón. El maestro Javier nos dio a elegir un dibujo, una vez hecha la elección lo copiamos en nuestro cuaderno, arrancamos la hoja y, ayudados con el papel carbón, lo pasamos al cuadro de triplay. Listo, gracias a la magia del papel calca, el dibujo estaba en la madera. El maestro nos llevó hasta donde estaba una gran mesa que nos sirvió como banco de carpintería y ahí, la bola de chiquitíos comenzó a repasar las líneas del dibujo con la segueta, acá derechito, acá dale la vuelta, no te preocupés luego con la lija arreglamos esa imperfección, hasta que la figura quedó lista. De un cuadro de triplay logré, en mi caso, obtener la figura de un Mickey Mouse, que, luego, pinté con pinturas acrílicas hasta que quedó una figura bella.
Así que, pienso, mi papá compró un bono o dos o más, porque él era un hombre magnánimo y era padre de familia y, sin duda, también aplaudía los esfuerzos del Consejo de Administración que procuraba fondos para la construcción de un nuevo edificio para nuestra escuela, porque nuestra escuela era bella, estaba alojada en una casa particular, con muchos cuartos (salones) y dos patios, uno central y el posterior que era donde estaba la cancha y los sanitarios, pero al fondo, había una bodega con polines de madera donde los más atrevidos entraban a jugar. Yo nunca lo hice, porque (dentro de mi ignorancia infantil) pensaba que ahí debía haber muchas ratas y muchas arañas (venenosas algunas). Mis compañeros eran felices, pero no estudiaban en el mejor espacio. Los papás, preocupados, buscaban la manera de allegarse fondos para la construcción de un edificio más digno. Era el año de 1965. La escuela estaba a media cuadra del templo de Jesusito.
Escribí que mis compañeros eran felices. Yo me excluí. Lo sabés, iba a la escuela, pasé seis años ahí, tuve momentos de iluminación, momentos agradables, pero yo era feliz en mi casa, al lado de mis papás. Puede sonar extraño, pero siempre he dividido a los niños del mundo en niños de casa y niños de calle. Los niños de calle están hechos en el fragor del entorno, al final son unos triunfadores en la vida, porque son osados, temerarios, se adaptan con facilidad a los cambios o ellos son los que los propician. Los niños de calle aprenden en el campo de la tormenta; en cambio, los niños de casa, los consentidos, los hijos de papá y de mamá, los cuidados, tenemos gran dificultad en hallar nuestro lugar, porque, lo sabemos, nuestro lugar está en casa, al lado de los papás, pero la vida exige salir a la calle (bueno, ahora, en estos tiempos de COVID-19, todo mundo debe estar en reclusión, estar dentro de las casas). ¡Ah!, la calle, que hermoso lugar, pero qué infierno para los ángeles de casa.
La fotografía de este cartoncito me la pasó mi amigo Paco Flores, (¡ah, qué coincidencia!), hijo de mi maestro Javier, quien me daba el cuarto grado de primaria, en la Matías. Tal vez, digo que sólo tal vez, lo halló en algún cajón de un gabinete de la casa de su papá y me lo compartió para que yo lo compartiera con vos, para que vieras cómo los papás de aquel tiempo se preocupaban en extremo por la educación de sus hijos y organizaban tertulias y rifas y colectas para el bien común.
Ahora, después de tantos años puedo contarte que en julio de 1968 llegó a Comitán quien era el Presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, para inaugurar el nuevo edificio, edificio donde ahora estudian los niños de la Matías. Los comitecos hicieron una valla desde el Hotel Los Lagos hasta la escuela primaria y vitorearon el paso del presidente, en un carro descubierto que fue conducido por un reconocido comiteco, mi amigo don Tonito Guillén, porque el Estado Mayor Presidencial consideró que él era la persona idónea para realizar tan importante misión.
Posdata: Muchos comitecos que fueron jóvenes en los sesenta lamentan la llegada de Díaz Ordaz, pero cuando llegó a Comitán el pueblo no podía advertir que tres meses después su gobierno permitiría la matanza de los jóvenes universitarios, en Tlatelolco. Nadie tuvo el don de la adivinación, esa mañana de julio de 1968, Comitán celebró su llegada, porque junto con la inauguración de la planta potabilizadora inauguró el nuevo edificio de la gloriosa Matías, sueño que habían formado muchos padres, desde 1965, cuando las candidatas a Reina de la Primavera vendieron bonos para reunir fondos. ¡Ah!, qué historias tan nobles conserva este pueblo; qué historias tan dignas han formado a Comitán. Honor y gloria a todos ellos, constructores de la patria. Hoy lamentamos la actuación de Díaz Ordaz; hoy decimos que fue un contrasentido que un hombre que inauguraba planteles escolares para que se formara la niñez mexicana también permitía que la juventud mexicana perdiera la vida en matanzas ingratas.