viernes, 29 de mayo de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA VENTANITA



Querida Mariana: El llamado de la vocación es decisivo, contundente. Muchos no tienen la capacidad de verlo, pero la vocación es un espejo tan grande como un sol. Por esto, a veces, los seres humanos se deslumbran y cierran los ojos.
¿Por qué digo esto? Porque yo, desde siempre, tuve anuncios de cuáles eran las actividades humanas que llamaban mi atención.
Por ejemplo, sólo como un ejemplo, cuando iba a La Línea (frontera con Guatemala), con mi mamá y llegábamos a los puestos diseminados (que en ese tiempo, años sesenta, no eran muchos), en el área de juguetes no me atraían los autos con luces ni las imponentes naves interplanetarias, ni me sorprendían los balones o los rifles que lanzaban chispas. ¡No! Yo me acercaba a los mostradores y me entusiasmaba ver las carpetas de plástico llenas de plumones. ¡Ah, qué abanico de cola de pavorreal! Había estuches con plumones gruesos, otros con plumones delgados. Todos eran la promesa excelsa para iluminar cientos de dibujos que yo podía hacer o para iluminar las imágenes de los libros para colorear que me obsequiaba mi tía Emelina.
Ahí estaba un llamado vocacional. Los niños, de todos los tiempos, eligen los juguetes a través de ese hilo que dice por dónde van nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestras fortalezas.
Estoy seguro que si hubiésemos ido en grupo de la escuela, al entrar al área de juguetes nos hubiésemos desperdigado, unos habrían tomado los rifles y disparado a medio mundo; otros se habrían acercado a los balones que estaban en mallas de color naranja y rebotarían las pelotas por todo el local e imaginarían que encestaban o anotaban un gol. Otros habrían enloquecido con los carritos de cuerda o de control remoto, activarían las sirenas de las ambulancias y de las patrullas o tomarían entre las manos los autos de carreras y los colocarían en las pistas que tenían columpios y vueltas bien cerradas; y, por último, otros habrían pegado sus caritas en los cristales de los aparadores, sorprendidos ante la profusión de colores para iluminar cientos de ardillas, de cocodrilos, de magos, de árboles, de nubes, de unicornios y de arcoíris.
Ya más grande, cuando volví al pueblo, después de estar cinco años en la UNAM, mi papá tenía un vochito, modelo ochenta y tantos. Un día fue a la agencia para que le dieran servicio al auto y regresó con una gran sonrisa. Yo no entendía, bajó del carro y puso sus manos detrás de su espalda. Me dijo: Te tengo una sorpresa. Yo sentí que sus palabras me pintaban una sonrisa. ¿Qué es?, pregunté. Adiviná, me dijo. Yo cerré tantito los ojos y al abrirlos, como si hubiese hallado la llave mágica, dije: “Un libro”. Mi papá retiró las manos de atrás y me entregó un impreso en papel, que no era un libro, pero sí era una publicación donde venían muchos cuadros de Tamara de Lempicka. Había adivinado: su obsequio era una prima hermana del libro. Las imágenes eran sorprendentes, era todo un muestrario de pinturas bellísimas.
Mi papá, como siempre, me sorprendió, dijo que al pagar, el gerente (amigo de él) le dio a elegir un regalo y colocó sobre el escritorio un juego de destornilladores o el impreso. Mi papá (como si fuera niño en tienda de La Línea) no dudó, eligió el impreso, porque vio que tenía pinturas y dijo que eso era para su hijo, porque, querida mía, mi papá jamás dudó en su vocación, desde el momento que nací me convertí en la niña de sus ojos.
Ese muestrario de obras de Tamara me acompañó mucho tiempo (en alguna de las mudanzas se extravió o se fue con todos los libros que regalé).
Aprendí, con el paso del tiempo, a desprenderme de los objetos. Antes era aprehensivo y no soltaba mis juguetes. Un día entendí que todo fluye.
Ahora sé que todos esos objetos están en mi mente y en mi corazón. Mi papá falleció en 1990. Ah, mi viejo querido se fue, pero se fue en forma física, su presencia es infinita. Siempre lo recuerdo, siempre agradezco su cariño, su entrega incondicional, sus genialidades a la hora de decidir entre el mundo o su hijo. Siempre hizo a un lado el mundo, porque yo era el centro de su mundo.
El agradecimiento también es un llamado vocacional. Hay personas que son ingratas, que olvidan los actos sublimes.
Posdata: En este momento, recuerdo todos los cuadros de Tamara; recuerdo el asombro que sentí al verlos, por primera vez. Recuerdo cada uno de sus trazos. Pienso que Tamara, sin duda, cuando llegaba a una juguetería, antes de ir al estante donde estaban las muñecas de porcelana, pegaba su carita al cristal donde estaban exhibidos los estuches de lápices de colores y los tubitos de pintura; pienso que al entrar a una librería iba directamente al estante donde estaban los libros con impresiones de cuadros de los genios de la pintura mundial.