viernes, 1 de mayo de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXI)




Nací en una casa que está a media cuadra del parque central de Comitán. Esa casa tenía un sitio generoso (mi escasa edad lo veía como un gran territorio, donde yo jugaba soldados y carritos que transitaban por carreteras hechas con arena y piedras.) La calle donde estaba mi casa de infancia, ahora (en 2020) es la calle central poniente, pero cuando yo nací era la 8ª. calle y el número de mi casa era el 10, ¡ah!, qué bonito número, qué redondo, qué inspirador. Si en la escuela no alcanzaba el diez que mis papás esperaban, yo no me preocupaba pues ¡vivía en el diez!
En el libro “Comitán 1940”, de Armando Alfonzo Alfonzo, el autor dibujó un croquis del Comitán de ese tiempo. Se aprecia que la nomenclatura de entonces iniciaba con la primera calle en el barrio de La Cruz Grande, bajando llegaba al parque central (8ª. calle) y por la Pileta asomaba la 18ª calle. La primera avenida aparecía por la carretera (la que ahora es el Bulevar de La Federación), la que llegaba al parque central era la 6ª. avenida y bajaba hasta El Cedro, donde aparecía la 14ª avenida. Este era el Comitán de 1940, para 1957 ya había crecido, pero la nomenclatura continuaba, sólo se agregaron las calles donde hubo expansión.
Mi mamá y mi papá se casaron en 1955, en la Ciudad de México; mientras estuvieron de novios, tuvieron una relación epistolar. Mi mamá, amorosa, conserva gran parte de esa correspondencia, con la letra pulcra, limpia, casi hermosa de mi padre. Mi mamá vivía en una casa que sus papás le habían comprado (mi abuelo Enrique Torres Chirino y mi abuela Esperanza Córdova Alfaro), era el número 246, de la calle de la vid, en la colonia Santa María; y mi papá vivía en Comitán, en la casa 10 de la 8ª calle, casa donde mi papá era arrendatario de la casa propiedad de doña Esther Rovelo vda. de Esponda, quien, en ese tiempo, vivía en México. Doña Esther le había dado en renta la casa a mi papá con una condición: había un cuarto que no debía abrirse nunca. En ese cuarto, doña Esther guardó parte del menaje de su residencia. En una ocasión llegó doña Esther, abrió el cuarto secreto y ordenó a dos muchachos que sacaran algunos objetos. Alcancé a ver sillones forrados de tela fina, espejos con marcos dorados, bibelots franceses, libros con encuadernación de piel y, ¡maravilla!, una caja con correspondencia que, magnánima, la señora me permitió ver, para que observara la belleza de los grabados de los sellos, que eran, sobre todo, sellos postales de Inglaterra, Francia y Alemania. “Pero sólo los ves”, dijo imperativa, y yo asentí, y como si tocara hostias o cristales fragilísimos, fui pasando sobre tras sobre, disfrutando la belleza de esos timbres. Años después me volví filatelista, el maestro Temo Torres me aceptó como integrante de su club de filatelia y ya pude tener una carpeta con sellos de mi propiedad. Recuerdo que mi colección no fue temática, sino que la diseñé por países, y en las primeras páginas coloqué los sellos postales de Inglaterra, Francia, Alemania y México, sin duda que en feliz memoria de aquel instante en que doña Esther me permitió ver los sellos de su correspondencia, correspondencia que, tal vez, era de los años veinte del siglo XX. No lo sé.
Doña Lolita Albores, quien nació mucho antes que yo (ella nació en 1918) vivió en una casa que estaba en la 5ª. avenida (que hoy es la avenida primera poniente norte). Ella, en su libro “Así te recuerdo Comitán”, publicó un texto que escribió en 1954 que se llama “Quinta avenida”, y luego, en 1980, escribió un texto que se llama “Ya no eres la misma mi quinta avenida”, donde hace un ejercicio comparativo, entre la avenida de 1954 y la de 1980. Ella, en el texto de 1954 dice: “Naces del seno de la Cruz Grande / y atravesando la población, / pierdes tus curvas mal empedradas /allá en las simas de la labor”.
La labor era un espacio destinado para ser basurero y estaba a una cuadra de la actual casa de doña Rosita de Cristiani.
En el texto de 1980, doña Lolita escribe: “Ya no eres la misma mi quinta avenida / ya no eres la misma de mi Comitán, / has cambiado en número, eres la primera, / y en radio te llaman calle comercial.”
Alguien, en algún momento, puede hacer un ejercicio para actualizar la información que la cronista de Comitán dejó: ¿Cómo ha cambiado la avenida donde ella creció, de 1980 a 2020?
Si hago un ejercicio mental, mi calle, de igual forma ha cambiado en su nomenclatura, pero puedo asegurar que las casas, sobre la banqueta izquierda, siguen casi intactas en sus fachadas. La casa que más transformaciones ha sufrido en la fachada y en el patio central es la casa donde crecí. La fachada de mi casa tenía dos balcones, ¡dos! Eso me permitía acercarme, desde lo alto, a ver el espectáculo de la calle que se armaba todos los días para mi disfrute. Yo conocí a las canasteras de este pueblo (mujeres que llegaban de comunidades rurales cercanas a vender frutos y verduras cosechadas en sus parcelas), por sus voces que, en cantadito comiteco, ofrecían en el zaguán: “¿merca’sté chayotíos?”, y por sus aureolas, porque las veía desde arriba, desde los balcones, siempre veía sus manos sosteniendo los canastos de palma tejida, con chayotes, ejote, calabazas, jocote y tostadas. Las veía desde mi altura; a veces vi a algunas mujeres que venían del Río Grande, con sus canastos sobre el yagual, y tejían, amorosamente, el pechulej. Era un espectáculo ver ese acto prodigioso: el canasto sostenido en perfecto equilibrio y las manos, siempre activas, tejiendo la palma, mientras caminaban las calles del Comitán de los años cincuenta.
Ahora, mi casa ya no tiene los dos balcones donde dejé prendido mi asombro de niño. El propietario, don Juanito Torres, mandó a quitarlos y (por la altura de la casa) abrió tres locales comerciales, que ahora tienen cortinas metálicas; además vendió la fracción lateral izquierda del zaguán, lugar que ahora, faltaba más, también es un local comercial; y, en el patio central, sus herederos levantaron un enorme salón que funciona para talleres de yoga. El patio central ya no tiene la majestuosidad de antes, el sol ya no se regodea en los arriates, ahora choca contra un techo de láminas de asbesto. La necesidad obliga a hacer cambios. Es imposible detener los tsunamis del cambio.
Pero, digo, las dos casas que estaban al lado de la mía siguen casi intactas, casas majestuosas, con sus balcones y sus portones señoriales. Las casas de las hermanas Fuentes Domínguez y de doña Yoli Gordillo de Castellanos poseen el mismo buqué de mi infancia. Por fortuna siguen ejerciendo su delicada vocación de residencias particulares. Cosa que no sucedió con la banqueta de enfrente. La mayoría de casas que, en mi infancia, también fueron casas habitación, ahora son locales comerciales y han sufrido el corte de sastre que improvisa los trajes para hacerlos a medida de las necesidades y no a medida del gusto.
Fui un niño comiteco privilegiado: gocé de una casa con patio central, cuatro corredores, muchos cuartos y un generoso sitio (casa de una familia con apellidos de abolengo en el pueblo: Rovelo y Esponda), y, además, tuve el parque central a media cuadra. El parque, en muchas tardes, fue como el sitio donde jugaba, por eso, desde entonces, supe que el pueblo era mi casa y el parque central ¡mi patio de juegos! Así lo sigo viendo, mi casa es todo el pueblo y cuando voy al parque central juego, juego mucho.