lunes, 5 de abril de 2021
CARTA A MARIANA, CON LA GLORIOSA GENERACIÓN 68-71 (Parte 6)
Querida Mariana: la historia de los grupos se conforma con la participación de testimonios de todos los integrantes.
Es difícil, muy difícil, que, en una fotografía de generación, todos los integrantes estén vivos después de cincuenta años.
Por fortuna, mi generación tuvo la bendición de no contabilizar fallecidos durante el ciclo. Hay grupos de escuela que, en el transcurso de clases, sufren la pérdida de alguno de sus compañeros. A veces (¡ah, la muerte tan traviesa, tan cruel!) algún integrante se accidenta o se enferma y muere.
Digo que mi generación fue bendita, no sufrió ese hueco indecible. Pero he visto, ya en el transcurso de mi vida, ya siendo docente, ese hueco. He visto cómo lo sufren los compañeros, al día siguiente del deceso acuden al salón y prenden una veladora en el lugar donde está el vacío, el espacio que ocupaba la persona fallecida. ¡Tremendo! Ese vacío ya no se cubre jamás.
Acá está mi certificado de secundaria. La fotografía me la tomó (como a los demás miembros de la generación) don Enrique Cancino, gran maestro de la fotografía. El padre Carlos era estricto, todos los alumnos de su colegio debíamos ir con don Guillermo Villatoro, maestro de la sastrería, para que él nos confeccionara el uniforme de gala, con ello garantizaba que la tela del uniforme fuera la misma, de impecable calidad, y que el corte fuera de primera. El uniforme, así lo indica el nombre, debe uniformar, debe ser el mismo para todos. Así pues, las fotografías debían ser del estudio de don Enrique, para que fueran de excelente factura.
Si hago un ligero análisis de las calificaciones obtenidas debería concluir que estaba negado para el Español, para las Matemáticas, para la Biología, para la Geografía Física y Humana, para la Historia Universal y, por supuesto, para el Inglés. Reprobé esta materia en el primer grado. ¿En dónde están mis mejores calificaciones? En Educación Física; es decir, de acuerdo con este documento (que aporta datos de orientación vocacional) debí terminar siendo un pupilo consentido del maestro Cuauhtémoc Alcázar Cancino y ahora debía llevar en el pecho una medalla de bronce, obtenida en alguno de los Juegos Olímpicos.
Pero no fue así. Y no fue así, porque odiaba la clase de Educación Física. Amaba el Dibujo y el Español, y resulta que en el primer grado obtuve un raspado seis en Español y un modesto ocho en Educación Artística, aunque recuerdo que siempre cumplí en la materia de Español y cuando llegaba la maestra Vicky Albores a darnos Dibujo de Imitación, yo abandonaba mi pupitre de mitad del salón, detrás de la fila de mujeres, y me hincaba al frente, colocaba mi cuaderno con cuadrícula y copiaba los trazos que la maestra iba realizando en los cuadros de un pizarrón también cuadriculado. Ese pizarrón era especial para la clase. Cuando tocaba Dibujo de Imitación, dos compañeros (de los fornidos) iban a la bodega y traían el pizarrón cuadriculado. Al término de la clase, el pizarrón regresaba a la bodega y sobre la pared quedaba el pizarrón de siempre, el que servía para las demás materias.
Antes, niña mía, los salones tenían al frente un estrado, los catedráticos garantizaban que todos los alumnos los vieran y sostenían la necesaria distancia respecto a los alumnos. En los salones actuales ya no existen esas tarimas, la pedagogía moderna indica que los maestros deben propiciar cercanía con sus alumnos.
El estrado del primer grado de secundaria tenía una altitud entre cincuenta y sesenta centímetros, esto era ideal para mi clase de dibujo, colocaba ahí mi libreta y yo me hincaba frente al pizarrón. No padecía de la vista, pero me encantaba estar ahí en esa clase que era de mis favoritas.
En clase de Mecanografía tampoco obtuve calificaciones superiores, con trabajo alcancé ochos. Sin embargo, ahora, quién lo diría, gran parte de mi trabajo lo realizo en el teclado de computadora y soy diestro en la escritura, escribo con gran velocidad, uso todos los dedos y no tengo necesidad de ver el teclado.
Posdata: hubo un momento en que estuve a punto de renunciar a la escuela. Aborrecía ir, en la tarde, una vez a la semana, a clase de Educación Física. Sufría. La clase iniciaba en el parque de San Sebastián, en marcha hacíamos una parada en un llanito del Puente Hidalgo y una vez que habíamos hecho el uno, dos, con brazos y piernas y mis compañeros habían tocado diez veces las puntas de los pies con sus manos y yo había llevado, con trabajo, con dolor y con frustración, mis manos a las rodillas, el maestro Temo indicaba que debíamos subir la pendiente del panteón, en carrera. Yo comenzaba a correr y era como si lo hiciera para atrás, porque a cada paso que daba el grupo de compañeros se perdía de mi vista. Casi a mitad de la subida había un gran piedrón en la lateral de la subida, esa piedra era como si tuviera mi nombre. Yo la alcanzaba, me sentaba y me ponía a llorar. Ya mis compañeros habían desaparecido en la vuelta final hacia el panteón.
Cuando en la Ciudad de México, ya estudiante universitario, me tocó hacer mi servicio militar en la Alberca Olímpica, el fantasma de la Educación Física apareció de nuevo. Estaba a punto de mandar al caño esa exigencia patriótica inútil, cuando un compañero me dijo que, si tenía necesidad de ausentarme por algún motivo, aquel oficial (y señaló a un hombre, con casquete corto, sentado en una banqueta) por quince pesos te quita la falta. Me acerqué con pena y pregunté. Sí, hombre, los días que quieras. ¡Ah, la gloria envuelta en manta de seda! Cada mes llegaba con sesenta pesos y el oficial me anotaba cuatro asistencias. Un cinco de mayo, en la inmensa plancha del Zócalo, después de jurar bandera recibí mi Cartilla Militar. Había cumplido con la patria.