miércoles, 23 de febrero de 2022

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXIX)

La palabra es una compañera fiel, siempre y cuando uno la mime. Una vez, frente a un escritor, de fama nacional, hice una pregunta abierta, juguetona, donde aparecía el concepto “corredor”. Él respondió algo que tenía relación con la palabra aplicada a un deportista, yo había pensado en el corredor de una casa. Como era una pregunta abierta no podía jalarlo para meterlo a la casa, él ya corría como gamo en su respuesta. En cuanto terminó le comenté mi dislate y él, generoso, bordó una respuesta con el otro concepto, así (privilegio de entrevistador) tuve dos respuestas sensacionales a una sola pregunta. Desde niño me enfrenté a esta disyuntiva y admiré la capacidad del lenguaje. En Comitán se me presentó luminosa a través de los modismos y de nuestra forma de hablar. Mientras alguien me decía: ¡vamos!, un amigo me decía: ¡vonós! Desde entonces supe que el vonós sonaba más intenso, era como si alguien sacara música de una olla de barro. Ahora que lo digo reafirmo mi convicción. Con excepción del periodo cuando estudié el bachillerato, donde me volví snob; y durante los primeros semestres de universitario, en la Ciudad de México, al imitar el modo de hablar de los chavos setenteros de la gran capital, siempre he hablado en “comiteco”. Sigo diciendo vonós, y, en lugar de decir: ven, digo ¡vení! Podría decir que nunca he sido corredor, pero lo diría sin mucha convicción; es decir, nunca he sido un deportista de esos que corren en los circuitos de los estadios; pero, si me pongo a la altura del lenguaje y juego puedo decir que he sido corredor, porque uno de los espacios que más me atraen de las casas es precisamente ese lugar, que es algo como una frontera entre el patio donde la lluvia cae inclemente y la recámara que es resguardo de las inclemencias. El corredor es ese lugar intermedio donde no me mojo, pero donde veo cómo brincan las gotas que caen del tejado sobre el ladrillo; en el corredor se puede correr, sin mojarse; en el corredor se cuelga la hamaca, que es prima hermana de la cama. La cama es solemne, aburrida (cuando no hay compañía que la convierta en espacio de juego); por el contrario, la hamaca se contagia del aire y del viento y se mueve como palmera, como fronda de pino. Los corredores de las dos casas que habité en mi niñez y en mi adolescencia me marcaron profundamente, me dijeron que la vida bien puede ser esa frontera donde no estoy expuesto al aire libre, pero tampoco permanezco en la oscuridad de la recámara. No me gusta mojarme, pero me gusta ver la lluvia y, más que verla detrás de la vidriera de la sala, me encanta verla recostado en una hamaca, una hamaca que esté colgada cerca de la pared del fondo, donde las gotas no alcanzan a pringarme; me encanta colocarme un poncho para no sentir el frío de la lluvia y ver cómo las gotas se descuelgan para bendecir la tierra, la vida. Sí, no soy corredor de maratón o de escasos cien metros; pero sí soy corredor de casa, en mi espíritu habita esa región que media entre el patio abierto y descarado y la recámara modosa y tímida. Me encanta sentir esa medianía. Cuando llego a una casa y el amigo me invita a sentarme en una poltrona en el corredor agradezco esa oportunidad, esa extensión afectuosa que me permite ver el patio con flores, mariposas, abejas y, de vez en vez, alegres colibríes. En el corredor de la casa pepené la cuerda del asombro, ahí escuché las palabras que se colaban en el zaguán, las que llegaban de la calle, las que salían de las bocas de las canasteras; y rescaté las palabras que, misteriosas, salían como murciélagos de las recámaras. Las voces que volaban en el patio eran ruidosas; por el contrario, las que salían corriendo como ratones de las recámaras eran voces que se suponían dichas en confidencia, con el código del secreto; sin embargo, la palabra es traviesa, se esconde detrás de pilares de madera, pero a la menor provocación de la escoba salen corriendo como cucarachas o volando como tiucas argüenderas.