miércoles, 17 de agosto de 2022

CARTA A MARIANA, CON ESTRATEGIAS DE VENTA

Querida Mariana: don Alfonso decía “Gastalo tu paga” y ofrecía las escobillas de palma que hacía, unas verdaderas obras de arte. Lo decía como ahora los comerciantes gritan: “Llévelo, llévelo”. ¿Mirás cómo cambian los conceptos de mercadotecnia? Mi querido maestro Temo Alcázar cuenta que cuando los hermanos Salas llegaron a Comitán, a mediados del siglo XX, causaron gran conmoción, porque era muy novedosa la forma de promocionar los productos que vendían. Igual que medio mundo quedo maravillado ante la capacidad que tienen los llamados merolicos, los que se paran en medio del parque, pintan su raya y comienzan a gritar las bondades de un determinado producto medicinal. Dos minutos después ya está reunida una multitud que forma un círculo. ¿Qué cosa más sorprendente que los amigos que venden las cobijas en las ferias? “Le doy ese, échale ese, y le das otro, y ahí le va su regalo…” Me detengo ante el puesto lleno de paquetes y de cobijas extendidas y veo cómo el hombre, trepado en una tarima, pepena las palabras al vuelo y las suelta como si fueran dardos ante los oídos de la multitud, porque, es inevitable, quien pasa por ahí se detiene tantito para escuchar esa ametralladora de palabras, esa catarata verbal llena de picardía. Ante el genio mercantil de este siglo me llena de ternura el mensaje publicitario de don Alfonso, sentado en la banqueta, extendía la mano con la escobilla al paso de los peatones y decía: “Gastalo tu paga”. No hablaba de las bondades del producto cultural que ofrecía, porque era visible la belleza de su trabajo artesanal; pero, además, nunca decía el costo. Cuando alguien se detenía para revisar la escobilla, él repetía “Gastalo tu paga” y sonreía, un segundo después agregaba: “Son de palma bendita”. En ese instante la gente tiraba sus murallas. Cuando él veía que la persona se quedaba intrigada, él atacaba con fineza: “No sólo elimina el polvo, también aleja la maldad en casa, limpia el espíritu” y tomaba una escobilla y se la pasaba por un brazo, del hombro a la mano y volvía a sonreír. De diez personas que presencié vi que ocho abrían el bolso o metían la mano en la bolsa del pantalón y preguntaban: “¿A cómo son?” “A doce, pero te lo dejaré a diez si comprás dos, llevalo una a tus papás, para que limpien su casa”. Las ocho personas dieron un billete de veinte y se llevaron dos. Mi primo Albertito, que en paz descanse, honesto comerciante, siempre daba un diez por ciento de descuento en el total, con su voz firme, afectuosa, casi gritaba a la de caja: “Hacele su diez por ciento de descuento”. El comprador sonreía satisfecho y se retiraba agradecido con su compra. Mi papá, comerciante de toda la vida, decía que la bendición era tener un ranchito con agua de un arroyo, y un local comercial con aparadores que dieran a la calle. Su estrategia comercial era la que dice: “Quien no muestra ¡no vende!” Un amigo dice que los comerciantes son personas que no producen, permanecen en sus locales esperando que lleguen los clientes, pero yo siempre he pensado que las personas que se dedican al comercio son el eslabón maravilloso entre el productor y el cliente. Yo bendigo a los comerciantes que me acercan los productos que necesito. Antes, en Comitán era muy difícil hallar productos para dibujo, ahora ya hay comercios que se dedican a la venta de productos artísticos. El comerciante invierte, aparte de su paga, su tiempo, y no hay cosa más valiosa que el tiempo; todos los días, con puntualidad inglesa, abre las puertas de su local para atender a los clientes. Los clientes adquirimos productos y pagamos, gastamos nuestra paga. Los clientes de don Alfonso adquirían hermosísimos objetos artísticos utilitarios: escobillas tejidas con palma de diversos colores y maravillosas figuras, que servían para quitar el polvo y para ahuyentar a demonios porque estaban hechas con palma bendita. Posdata: una vez, un cliente preguntó quién había bendecido la palma y él, con una dignidad de rey maya, dijo: “Mi madrecita la bendice con el agua del pozo”. Vi que el hombre sacó el billete y, con la misma dignidad, dijo: “Es la mejor bendición del mundo”. ¡Tzatz Comitán!