sábado, 20 de agosto de 2022

CARTA A MARIANA, CON UN CICLO DE VIDA

Querida Mariana: ¿se puede medir la vida por ciclos? A ver, quiero hacer una prueba personal de mi juventud y compartirla contigo. Nací en 1957, en nuestro amado Comitán. De 1962 a 1968 estudié en la primaria Fray Matías de Córdova; de 1968 a 1971 estudié la secundaria en el Colegio Mariano N. Ruiz (institución donde laboro); de 1971 a 1974 estudié el bachillerato en la Preparatoria del Estado; en 1974 estudié un cuatrimestre en la Universidad Autónoma Metropolita; de 1975 a 1979 estudié en la Universidad Nacional Autónoma de México; y de 1979 a 1980 estudié en la Universidad del Valle de México. De entrada puedo responder: ¡sí, es posible medir la vida por ciclos! Elegí el periodo de 1962 a 1980, tiempo donde mi actividad fue estudiar. En cada uno de estos ciclos aprendí muchas cosas, aunque en algunas asignaturas los maestros decidieron que no había sido así y mi calificación fue un 5 en secundaria y bachillerato o un NA (no aprobado) en cursos universitarios. Si vos hacés la prueba verás que al escribir un lapso, de inmediato, aparecen muchas imágenes de ese tiempo. En tu caso, claro, en el apartado de las calificaciones, sólo aparecerá un chorizo de nueves y dieces, lo que es orgullo de tus papás, de tu novio y de tus amigos, entre los que me incluyo, en los primeros escalones. Y de los diversos ciclos de la vida, que pueden ser temporales o por actividades realizadas, también pueden elegirse varias temáticas. Imaginá un ciclo correspondiente a la moda, ¡ah, genial! Si hacés el ejercicio podrás ver cómo fuiste cambiando conforme la moda del mundo cambiaba. A los de mi generación nos tocó un cambio radical, fue de pies a cabeza. En los años setenta, aparecieron los zapatos de plataforma, para hombres y mujeres; pantalones acampanados; camisas con diseños sicodélicos; y, para rematar: los hombres tuvimos el cabello largo. Pero no quiero hablar de modas, ni de los estrenos cinematográficos que se dieron o de los programas de televisión, ¡no!, quiero compartir con vos un recuerdo cercano a una de mis pasiones: los libros. A ver, te cuento, en la primaria donde estudié no hubo biblioteca; tampoco la hubo en la secundaria, ni en el bachillerato. Como en el fútbol el balón es elemento fundamental para el juego de la patada, los libros son esenciales para el juego educativo. Los estudiantes de esos tiempos, y en esas escuelas, tuvimos libros, por supuesto, en la primaria era una fiesta cada inicio de ciclo escolar porque el director nos entregaba el paquete de libros de texto gratuitos, con aroma a libro nuevo, que era elixir para el espíritu. En la secundaria y bachillerato los papás ya abrían el monedero y compraban los libros solicitados; lo mismo en la universidad. Al llegar a la Ciudad de México, por primera vez, estuve en una institución con biblioteca escolar. Eso para mí fue un deslumbre. Lo que he dicho con respecto a las bibliotecas puedo extenderlo a las cafeterías. Hasta que estuve en la UAM y luego en la UNAM gocé de esos dos espacios maravillosos: la biblioteca, donde se hablaba en voz baja; y la cafetería, donde la chorcha era estruendosa y festiva. Me deslumbré ante la biblioteca de la UAM, pero mi alegría brincó de este alto cuando conocí la Biblioteca Central de la UNAM. Ya te platiqué que de 1975 a 1979 la Biblioteca Central fue como la sala de mi casa, el lugar al que más acudí, donde pasé horas y horas, siempre satisfecho. Supe que ahí estaban maestros brillantes, fantásticos escritores de cuentos, novelas y ensayos. Agradecí que esas instituciones tuvieran esos espacios que fueron como los brazos que me recibieron, el abrazo de un abuelo generoso, la taza de chocolate de la abuela. Digo que, como hasta la fecha, en primaria recibí los libros de texto gratuitos. Con ellos aprendí a leer y me fasciné con las ilustraciones y con los primeros chorizos de palabras, chorizos prodigiosos, porque todo era sencillo, pero admirable: “Mi mamá me ama, mi mamá me mima”, ah, qué cosa tan elemental, casi simple, y sin embargo así aprendí la eme, la letra inicial de mi apellido paterno. En secundaria, más que cualquier otro libro, recuerdo el libro que había preparado mi maestro de química y vendía a los alumnos del Colegio; el doctor Guillermo Robles Domínguez, quien impartía la clase de Química (y quien ya te dije fue el primer novio de la gran escritora Rosario Castellanos, cuando eran jovencitos). Pienso que él fue el primer autor de un libro que conocí en vivo y a todo color. La cubierta del libro era azul, de un azul no rimbombante, sin duda, era una edición de autor. Él basaba su curso en los temas ahí presentados. Algún ex compañero debe conservarlo todavía, es una joya bibliográfica. Ojalá por ahí aparezca para que se integre a la relación de libros escritos por autores comitecos. Y si digo que en secundaria conocí al primer comiteco autor de libros, debo consignar que si bien en la Escuela Preparatoria no tuve biblioteca escolar sí tuve la oportunidad de acercarme a los libros en un espacio que ahora parecería insólito. Hoy contamos con la Biblioteca Pública Rosario Castellanos Figueroa, que tiene un acervo maravilloso y que es, como lo son ahora las bibliotecas públicas del país, de estantería abierta. ¿Sabés en dónde estaba la biblioteca pública en los años setenta en Comitán? Ah, te costará trabajo asimilar esta información, sentate, tomá un sorbo de té calientito, acá va el dato: ¡en el edificio de la presidencia municipal! Pucha, que suenen las fanfarrias. En el lado derecho del acceso principal había una puerta y unos ventanales, estos elementos arquitectónicos eran parte del local donde estaba la biblioteca. Claro, esta biblioteca era de escaso acervo y de estantería cerrada. El lector entraba al local, saludaba, se acercaba al mostrador donde la bibliotecaria atendía la solicitud, ella se acercaba a los estantes, tomaba el libro y lo entregaba, a cambio de una credencial. No recuerdo el sistema con precisión, lo que recuerdo es lo que te conté alguna tarde en el parque central, mientras comíamos esquites con limón, sal y un poquito de polvojuan. Una mañana subí los escalones, caminé por el pasillo exterior de la presidencia municipal y entré al local oscuro, húmedo, con aroma a viejo, me acerqué al mostrador y pedí el libro: “Cartas de relación de Hernán Cortés”. Estoy hablando del año 1974. La bibliotecaria se paró, buscó en un estante y extendió el libro, entregué mi credencial y dije que estaría afuera. Me senté en una barda entre columna y columna y comencé a sacar datos. Debía hacer una tarea de literatura. El maestro había dicho en clase que el trabajo podía ser una síntesis, un resumen o, Dios mío, si alguien quería hacer un cuento era válido. Al escucharlo pensé que si deseaba hacer un trabajo novedoso debía escribir algo como un cuento. Hoy, cuarenta y tantos años después de aquella mañana advierto tres elementos que son parte sustancial de mi vida: libros, cartas y creación literaria. ¿Mirás? Pucha, por eso dije al principio de esta carta que, si bien reprobé materias, asimismo, en cada instante vivido en el aula, pero sobre todo en la biblioteca, pepené cosas que son esenciales para mi espíritu. ¡Me sigue valiendo sombrilla la calificación! Viví, pepené piedritas con las que he construido mi edificio espiritual, un edificio que, hasta la fecha, no se ha caído, pese a verse sujeto a temblores canijos, algunos ¡cabrones! Y esa mañana gloriosa, la gente que caminaba en el parque central, las personas que entraban y salían de la presidencia, el nevero que ofrecía nieve de vainilla, la gente que corría de acá para allá, no supieron que esa mañana Hernán Cortés se sentó a mi lado y yo le pedí que me contara lo que le había dicho a Carlos V acerca de su viaje a la antigua Tenochtitlan. ¿Mirás qué prodigio? Pucha, si los periodistas de la Ciudad de México se hubieran enterado habrían viajado con celeridad. ¿Imaginás una entrevista con un personaje del siglo XVI, de tal prestigio, en pleno siglo XX? Eso fue lo que conté, ese fue mi juego literario. Hice la tarea con mucha alegría, con emoción. Regresé el libro, recogí mi credencial, fui a casa y toda la tarde me la pasé haciendo la tarea que entregué, puntualmente, al día siguiente. El maestro explicó que el lunes comentaría los trabajos y daría las calificaciones. Sentí que el asiento se iba hacia abajo: ¿comentaría? Dios mío, en ese momento pensé que mis compañeros se burlarían. ¿Hernán Cortés en Comitán? ¿De cuál había fumado el tal Molinari? Ya me conocés, sentí pánico y mi salida fue no acudir el lunes a clase, esperé que algún compañero me dijera cómo se habían burlado de mi trabajo, pero nadie dijo algo. Nunca hubo comentario alguno. Días después pensé que, como siempre, me había ahogado en un vaso de agua. El trabajo pasó sin mayor comentario. Entonces (me conocés) volví a frustrarme, porque mi aventura literaria no tuvo alguna resonancia. Lero, lero, por andar de cuentero. Posdata: Sí, qué prodigio, los seres humanos podemos acercarnos a nuestras vidas a través de ciclos. Y este ejercicio es maravilloso, no se agota, es casi casi infinito. Los escritores también fraccionamos la vida, retomamos una imagen y a partir de ahí colocamos chipotitos para hacer una figura. Reprobé muchas materias, porque mi interés estaba en la literatura, he sido un amante de los libros que abren puertas a la imaginación. Pobre de mí, la escuela siempre está de este lado, del lado de la realidad real.