martes, 2 de agosto de 2022
CARTA A MARIANA, CON UN JUEGO DE MANOS
Querida Mariana: el otro día, frente al templo de San Caralampio recordé a la tía Rome. Ah, la tía Rome, ¡inolvidable! Dos cosas me disgustaban de ella: el fino bigote que tenía sobre el labio superior, que era como una línea de tizne desagradable, no sólo para la belleza de su cara, sino a la hora que se inclinaba para besarme en la mejilla; y que siempre me hacía elegir entre la mano izquierda o la derecha.
Yo cerraba los ojos cuando la veía acercar su bigote a mi cara; y los abría mucho cuando la veía poner sus dos manos detrás de su cuerpo tzapito y me preguntaba: ¿izquierda o derecha?
Lorena decía que yo siempre perdía, porque ella era tramposa. ¿No te has dado cuenta que si vos pedís izquierda, ella cambia la moneda de un peso para la otra mano? No, nunca me di cuenta, sólo sabía que, al elegir, ella me mostraba las dos manos y, siempre, en la mano no elegida estaba el peso y en la otra la moneda de veinte centavos.
Mi papá reía y luego, sentencioso, con afecto desmedido, me sentaba en sus piernas, y decía que la tía siempre me regalaba una moneda de a veinte centavos, que ningún otro familiar lo hacía. Pero, entonces, ¿por qué no me llamaba y me daba la moneda de a veinte o sólo mostraba la mano elegida? ¿Por qué me sometía a esa especie de juego perverso, donde siempre yo elegía la mano equivocada?
Mi papá, entonces, metía la mano en la bolsa de su pantalón, luego colocaba sus dos manos en la espalda y me preguntaba: ¿izquierda o derecha? Con él siempre atinaba a la moneda de más alto valor: un peso.
Lorena decía que yo siempre ganaba, porque mi papá era tramposo. Él cambiaba la moneda más alta para la mano que había elegido, porque era muy consentidor.
¿Mirás? No sé, querida mía, si el razonamiento de Lorena era el correcto. No lo sé, porque parece que todo en la vida es una elección. Se trata de elegir entre la mano izquierda o la mano derecha, entre el camino del oriente o el del occidente; entre él o ella; entre mar o montaña; entre luz u oscuridad; entre creer en Dios o creer en nada.
Estuve frente al templo de San Caralampio y como miles de fieles sentí el milagro del portento frente a mí, la belleza de lo sencillo, porque los constructores de este templo eligieron un altito para erigirlo, para darle forma a su fe. En pocos lugares se siente la plenitud del ascenso, a pesar de que es una escalinata sin la rotundez de la escalinata del templo de San Cristóbal en aquella ciudad; pero, tal vez por esto, porque se alcanza la cima en poco tiempo, la bendición es manifiesta: el aire brinca como caballo majestuoso en la parte superior, el viento llega desde la Ciénega y llega sin traba alguna, llega plena para envolver el cuerpo de quien llega hasta la puerta del templo.
Recordé a la tía mientras estaba al lado de la rotonda de la ceiba, vi el templo y casi casi la imaginé en los escalones superiores, pequeñita, con su bigote, camino de hormigas, preguntando qué mano elegía: la izquierda o la derecha; se trataba de elegir entre el color amarillo chimbo o el rojo tierra apelmazada. ¡No!, por primera vez me rebelé, por primera vez subí hasta donde estaba la tía y no puse mi mejilla, al contrario, me incliné y la besé en su frente y tomé sus dos manos y repetí el ritual, besé su mano izquierda y su mano derecha. Sonreí, mis ojos se entrecerraron como rendijas, porque supe que hay momentos donde la elección es intrascendente. La fachada de este maravilloso templo está bien así, hace juego con los colores de los mosaicos comitecos. Es una combinación alegre de amarillo y colorado. Pero hubo un tiempo (los tiempos de Basauri) donde el templo sólo tenía un color, el único que no necesita mezclas para verse imponente, el color que ahora tienen los barrotes que acá se ven en el primer plano: el blanco, el blanco que se “percude” con la humedad, con el tiempo. A veces, el juego es inocente, sencillo, en cada mano hay un dulce, la misma cocada de color blanco y no la cocada amarilla o roja.
Posdata: estuve frente al templo de Tata Lampo, miré cómo el aire pasaba como veloz caballo, saltaba por encima de los tejados, bendecía la fronda de la ceiba, alegraba la transparencia del día.