domingo, 11 de septiembre de 2022
CARTA A MARIANA, CON EL RECUERDO DE UNA TARDE INOLVIDABLE
Querida Mariana: cuando don Abundio llegaba a la cafetería todos los presentes lo saludaban desde las mesas, alzaban los brazos y manifestaban su alegría. En la mesa del dominó donde estaban sus amigos íntimos le acercaban una mesa, le daban palmadas y más tardaba en sentarse que en recibir una taza de café bien caliente, servido por Ausencia, la mesera que había llegado jovencita al local y que ahí había hecho huesos viejos y carnes más que saludables.
Una vez fui testigo de esto que te cuento, yo tenía, no sé, veintitantos años y estudiaba en la UNAM, en la Ciudad de México.
Yo permanecía en una segunda línea, al lado de dos amigos de la facultad. Fumábamos y nos sentíamos privilegiados al ser partícipes de esa mesa redonda donde se reunían esos viejazos maravillosos que habían iniciado su amistad más o menos cuando tenían nuestra edad en las aulas de la misma facultad donde nosotros estudiábamos y contaban que habían hecho lo mismo: volarse las dos últimas clases de la tarde, para reunirse en esa cafetería.
Sólo una vez estuve, porque estaba ya cercana la fecha donde abandonaría la UNAM, por motivos reprobatorios, solicitaría mi baja y me inscribiría en la UVM, en la carrera de arquitectura, profesión que, igual que la ingeniería, no terminé.
Pero recuerdo con emoción esa tarde donde el punto más sublime del mundo se concentró en esa mesa. Hoy, muchos años después, sigo pensando que esa tarde no hubo algo más sublime que esa reunión y yo fui testigo presencial. Recuerdo el aroma del café, del puro de uno de los jugadores, del pan que comía otro metiéndolo en el vaso de café con leche; aún recuerdo el vaho que rodeaba a ese vaso con la leche caliente y la forma en que don Abundio vio a la mesera cuando recibió la taza de café, la forma en que abrió los labios, como si fueran apenas una bisagra, y le dijo: “Gracias, mi reina. Cuando tu palacio no te alcance te espero en mi modesto chalet”. Recuerdo, como si la estuviera viendo, cómo Ausencia cerró los ojos y sus pestañas, largas, perfectas, fueron como un abanico que envió señales, no de humo, sino de aire. Recuerdo que don Abundio recibió la taza con las dos manos. Entendí que sus manos estaban preparadas para ese calor intenso, porque él había sido uno de los ingenieros encargados de la construcción de uno de los túneles del metro. Sus manos eran callosas, pero tersas a la vez. Corría la versión entre sus amigos que era un amante experto, que esas manos, duras como rocas, eran como esas piedras de temazcal que son brasas que convierten el agua en vapor sanador.
La cafetería siempre estaba llena, a veces, algunos clientes ocasionales pedían una mesa y se molestaban tantito cuando los meseros decían que no tenían una disponible, a pesar de que la de la esquina, al lado del ventanal que daba a la calle, estaba desocupada. Un mesero tolerante explicaba que esa mesa era de uso exclusivo del grupo de Los Caballeros de la Mesa Redonda (cinco integrantes).
Esa tarde, cuando llegó don Abundio, Emilio, su sobrino, después de tomar un sorbo de cerveza, me explicó que su tío siempre llegaba después de las seis, le encantaba ese protocolo donde todos los que lo conocían lo saludaban y sus amigos acercaban una silla y le daban palmadas y le preguntaban cómo había estado su día. A él le encantaba llegar cuando todos ya estaban reunidos, no por soberbia, sino con la humildad del agua que sabe que llega al último a la presa y tiene la sensación de que su volumen ayudó a llenar el vaso.
Disfruté esa tarde. Afuera de la cafetería todo seguía con su fluir natural, las carreras para tomar los autobuses, las manos pidiendo taxis, las parejas besándose, los gritos de los merolicos, los claxonazos, las campanas del templo, las sirenas de las ambulancias; pero adentro, el centro del universo estaba concentrado en esa mesa donde los de la Mesa Redonda (que era cuadrada) hacían la sopa, y ese sonido era el más armonioso y bullanguero de todo el mundo. Las manos hacían un maravilloso círculo instantáneo, de izquierda a derecha y al contrario. Los brazos se abrían como en un conjuro y las fichas negras y blancas se volvían insectos que tatarateaban y bailaban la danza de la vida.
Posdata: ahora sé que esto que cuento se repite en muchos pueblos de todo el mundo, pero como nunca había sido testigo de ello, sentí que el destino había abierto una ventanita para que presenciara uno de los actos más bellos del universo: la convivencia de cinco amigos infinitos, reunidos en torno a una mesa que los había recibido por más de cincuenta años, muchos más. Don Abundio, después de beber un sorbo de café, cerrar los ojos (como lo había hecho la mesera) y exhalar un ¡ah! de satisfacción, dijo: “¿Ya les conté de la noche que anduve con las Carmelitas descalzas?” Todos suspendieron la partida y pusieron atención. Nosotros abrimos los ojos como si esas fueran las puertas donde entraría el sonido de sus palabras. Uno de los amigos preguntó: “¿Con monjas?”. Él rio y dijo: “No, no, eran dos hermanas que se llamaban Carmen, les decían las Carmelitas descalzas porque no tenían billetucos para comprar calzado”. Y todos reímos.
Cuando salimos, su sobrino me dijo que esa anécdota de las Carmelitas se repetía todas las tardes. A él le encantaba abrir la tertulia contando ese chistorete y sus amigos lo disfrutaban como si nunca lo hubiesen escuchado. De los cinco Caballeros de la Mesa Redonda, don Abundio era el más simpático, el más ocurrente. Una tarde lluviosa, bendita, tuve el privilegio de conocerlo, de escuchar su voz alegre de tren en bajada.