jueves, 29 de septiembre de 2022

CARTA A MARIANA, CON PALABRAS

Querida Mariana: el tío Amado lo decía como chiste. Mientras le servían su café con pan, él nos repetía la anécdota: Resulta que un día se toparon dos maestros, sólo que el primero era maestro de escuela y el otro era maestro albañil, el de escuela le dijo al albañil que por ahí andaban diciendo que era muy listo con palabras del idioma tojolabal, a ver, qué es coymís, caca de gato, dijo el otro, mientras quitaba residuos de cemento a la cuchara; coychaj: mierda de carnero; coymut: caca de gallina. Como vio que el maestro albañil se las sabía todas, irónico le cambió el juego: qué es mondaytuesdaywednesday. El albañil dijo que nunca había oído esa palabra, ¡saber!, concluyó. ¿Ya miraste, ya miraste?, dijo el maestro de escuela, está visto que sólo de caca sabés. Y el tío soltaba la carcajada y aventaba pedazos de pan mojado con su boca abierta. Lo decía como chiste, nosotros, los sobrinos, lo festejábamos y no faltó el primo que cuando creció andaba con sus amigos repitiendo la anécdota. ¿De verdad era un chiste? Ahora lo dudo, ahora privilegio el conocimiento preciso del maestro albañil de un idioma que resistió el embate del conquistador español, y que es parte esencial de nuestro dialecto comiteco. Hoy, que todo se hace tan plano, recuerdo con emoción lo que el tío contaba, porque es una prueba irrefutable de resistencia cultural. Los tojolabales, quién sabe cómo, fueron una sociedad que supo preservar su cultura. Ahora todavía se contempla ese rasgo, muchos habitantes de comunidades tojolabales siguen hablando su idioma, incorporándolo al castellano, lo que los convierte en bilingües. En Comitán, la mayoría de personas sólo habla el castellano; en cambio, en muchas comunidades indígenas hablan dos idiomas, su lengua materna y la pepenada, la que les permite relacionarse en forma directa con el resto de Hispanoamérica, no es poca cosa. Son herederos de una gran tradición, misma que han sabido preservar. En mi niñez escuché las palabras que decía el tío, no sólo cuando él contaba su chiste, sino que también lo decían las sirvientas de casa. Cuando contaban anécdotas de sus pueblos salían a relucir sus casas y sus sitios y ahí los animales hacían sus gracias y ellas, de niñas, veían los excrementos y pronunciaban esas palabras antiquísimas. Sara, quien no era tojolabal regresaba del mercado y, al sacar las verduras, le enseñaba las papas a mi mamá y decía que esos camotillos estaban bonitos. Luego, ya muchos años después, alguien me explicó que en la lengua tojolabal la papa se dice kamotiyo. Y escuché la palabra kerem, que significa muchacho. Una vez, un grupo de chicas de secundaria que leía “Balún Canán”, la novela de Rosario Castellanos, me preguntó acerca de esa palabra, supe que ellas ya no la habían escuchado en su niñez. El tojolabal sigue fuerte, robustecido, por fortuna; el dialecto nuestro es el que se ha angostado. Los jóvenes comitecos han extraviado algunas joyas lingüísticas que fueron parte de la niñez de los niños de los años sesenta y, por supuesto, de gente mayor. Por eso, me da gusto cuando alguien ofrece empanadas de canip (tal vez se escribe con k) en lugar de empanadas de flor de calabaza. La palabra canip es parte de nuestra herencia lingüística, debemos atesorarla, guardarla bien cerquita de nuestro corazón. Posdata: el tío lo decía como chiste, pero el conocimiento del maestro albañil acerca de palabras tojolabales sólo era un reconocimiento a esa lucha maravillosa de preservación de una lengua. El tojolabal está vivo, debemos cuidarlo, protegerlo. Es un idioma mero lek. ¡Tzatz Comitán!