viernes, 16 de septiembre de 2022

CARTA A MARIANA, CON INTENTO DE PLÁTICA CON EL QUE FUIMOS

Querida Mariana: y ahí andamos hablándole al muchacho que fuimos a los veinte años. Los viejos intentamos hablar con el joven que fuimos. ¡Dios mío, qué labor tan absurda! Es un intento de decirle que, después de cumplir sesenta y cinco años, tenemos lo que el mundo llama experiencia. ¿Experiencia? Si le hablamos al que fuimos cuando teníamos veinte años nos demostramos que nada hemos aprendido, que la experiencia es algo que no está en nuestro ser más íntimo, que sigue aullando afuera como un perro sin dueño. Le hablamos al muchacho que fuimos y lo hacemos con el tono pontificio de quien ha vivido. Qué difícil pensar que hemos acumulado experiencias cuando lo que hemos hecho en realidad es seguir andando a tientas en medio de ese cuarto oscuro donde nacimos y donde, es lo más probable, moriremos. Nacimos y crecemos en medio de esa oscuridad, donde a veces pensamos, con optimismo, que vemos, que vislumbramos una ventana donde está la luz, donde habrá un camino. La única certeza es que nacemos ciegos y así permanecemos. ¿Leemos? Casi casi como si lo hiciéramos en braille. ¿Amamos? Amamos, es cierto, si por tal esencia consideramos que tender la mano en el aire, en el vacío, es tocar al otro, inexistente, fantasma de sí mismo. Y ahí andamos, con tono de profeta, diciéndole que el camino es otro y no el que ha tomado. Le hablamos al que fuimos a los veinte años, a pesar de que sabemos que él no nos escucha. ¿Qué joven escucha a un viejo de sesenta y cinco años? Y si esto remotamente sucede en algún momento, en algún pueblo del mundo, ocurre cuando el de sesenta y cinco no tiene una relación directa con el muchacho. ¿Qué muchacho rebelde de veinte escucha la recomendación del hermano mayor de sesenta y cinco años? ¿Cómo el de veinte reconoce la voz del hermano que le supera en cuarenta y cinco años? Insistimos, a pesar de saber que el muchacho de veinte años está como a mil años luz, como a mil metros de un hormiguero a otro. La distancia es insalvable, no sólo por ella, sino por el tiempo. Cuando lo hacemos, cuando le hablamos al que fuimos, sabemos que gastamos nuestro tiempo, y al hacerlo nos ponemos a su mismo nivel, al nivel del joven que dilapida su tiempo en el billar, en la cafetería, en la azotea mientras fuma un cigarro de marihuana. Nos ponemos a su misma altura; es decir, debemos poner los pies en puntillas para tratar de alcanzarlo, porque los años que cargamos nos obligan a encorvar la espalda y los hombros. ¿Por qué la insistencia de hablarle al que fuimos a los veinte años? ¿No sería mejor aceptar lo que fuimos, fumarnos un cigarro, tomar una cerveza y echarnos, como gatos ociosos sobre las hamacas? Y ahí andamos buscándonos, jalando al que fuimos a los veinte años, tratando de decir que lo que pensamos es la manera correcta de vivir. Nuestra insistencia verbal tiene una frase recurrente, absurda, que suena como sirena de ambulancia: “Si hicieras tal cosa”. Ese condicional es tan poroso como un gis bajo el pie de un elefante. Y ahí andamos dándole cuerda a la insistencia vana. ¿De qué nos sirve hablarle al que fuimos a los veinte años? ¿Qué empeño persigue esta obsesión? Queremos tender un puente cuando deberíamos saber que tal estructura necesita dos orillas y nosotros sólo somos una orilla frágil y como toda orilla siempre frente al vacío con riesgo de alud, de irse al pozo para siempre. Insistimos en hablarle al que fuimos a los veinte años y en nuestro delirio llegamos a preguntarnos, cuando lo hallamos, ¿quién es ese que nos parece tan lejano, tan distante? Lo único que logramos en nuestro vano intento es desconocer lo que fuimos, negar la existencia de ese muchacho que estaba a mitad del cuarto oscuro y tentaleaba en medio de la burbuja del aire y no hallaba la ventana prometida. Seguimos en ese cuarto, continuamos ciegos, mancos que no podemos quitarnos la venda, apenas tenemos algunas palabras para balbucear el mensaje que queremos volver grito. Y ahí andamos, sin andar, dando vueltas como una perinola que algún día agotará su cuerda y se inclinará sobre el piso, dará vueltas hasta chocar contra una de las cuatro paredes y quedará inmóvil para siempre. Posdata: y ahí andamos queriendo hablar con el que fuimos a los veinte años, con la intención de tomarlo de la mano y llevarlo hasta el presente donde estamos. ¿Para qué? ¿Cuál es la obsesión? ¡Tzatz Comitán!