martes, 10 de noviembre de 2009

COLABORACIÓN ESPECIAL PARA "PALABRA ESCRITA"


EL ESCENARIO DEL CINE COMITÁN

“Un barco cargado de…” ¡Recuerdos!, respondió Emilio y cada uno de los muchachos dijo un recuerdo (teníamos entre dieciocho y diecinueve años). Jugábamos en el patio trasero de la casa, a las ocho de la noche, junto a un árbol de cedro y una fogata que había prendido Artemio, quien fue “Boy Scout” a la edad de siete años. Estábamos en una casa de la Colonia Narvarte, en la ciudad de México
Cuando tocó mi turno dije: “Mi recuerdo es “el templete” del Cine Comitán”. Todos me vieron como si yo tuviera cara de quetzal adentro de una jaula de leones. Como el juego consistía en decir el recuerdo más cercano a nuestro corazón, dije lo que dije aunque sólo Enrique conociera el Cine Comitán. Dije la palabra “templete” porque no supe si lo del Cine Comitán era un escenario o un foro. Ese escenario siempre lo vi como estructura liviana de feria pueblerina. Y sin embargo era el espacio más bello del mundo cuando las luces se apagaban y la función de cine comenzaba.
Continuando con el juego, Alicia preguntó: “¿De qué está hecho?”. Dije: Está hecho de madera, cuando subo al templete mi nariz huele la humedad. El aseador del Cine Comitán riega la madera con agua y luego lo barre.
“¿Para qué lo usas?”, preguntó Enrique. Dije: Para cumplir mis sueños de artista. Cuando es fin de curso de la escuela primaria participo en ese baile de Michoacán que llamamos “Baile de los viejitos”.
“¿Cómo lo llevas?”, preguntó Xavier. Como me tardé más de dos minutos en responder perdí mi turno y todos se pararon y me hicieron “pamba”. Mi cabeza la convirtieron en tambor y todos lo somataron con sus manos. Luego le tocó el turno a Mariano y él respondió bien todas las preguntas. Mariano nunca tardaba en sus respuestas; nunca le hacíamos pamba y él siempre ganaba el juego. Alguna de las muchachas le daba el premio: un beso.
No supe responder a la pregunta: ¿Cómo lo llevas? Lo más simple hubiera sido responder que era una estructura pesada, inamovible, pero ahora sé que esto tampoco era cierto, porque alguien, en algún momento, se lo llevó. La pregunta ahora es: ¿Cómo se lleva un recuerdo? ¿Se carga como una piedra o se alimenta como una nube? ¿Se disipa como la niebla o se evapora como el agua? ¿Perdura como la idea de Dios o es frágil como una montaña de sal?
Quienes, como yo, crecieron en Comitán en los años sesentas y setentas recordarán el escenario de ese cine.
Imagino que el sueño de cualquier niño artista de la ciudad de México es actuar en el escenario del Palacio de Bellas Artes. ¿Con qué soñábamos los niños comitecos que soñábamos con ser artistas en los años sesentas? También soñábamos con Bellas Artes. Después de haber pisado el foro del Cine Comitán ya no quedaba más por pisar en este pueblo y el sueño era ¡Bellas Artes! Medio mundo había actuado en el templete del Cine Comitán, porque ese espacio servía para celebrar los festivales de fin de cursos.
Los niños, con vestido de manta, sombrero de palma y cinta bordada, nos amontonábamos en un pasillo para esperar la indicación de salir a actuar al escenario. Algunos inquietos se escapaban e iban a ponerse atrás de la pantalla. La pantalla del cine era una inmensa tela plástica llena de poros como ojo de mosca gigante. Los intrépidos que se atrevían a llegar hasta ese lugar acercaban su cara a la pantalla y curioseaban la grandeza de la sala.
Quienes actuamos en ese escenario fuimos bendecidos por el prodigio. Nosotros, niños sencillos con ganas de comernos el mundo, actuábamos sobre el mismo escenario donde, a la hora de la matiné o de la función vespertina, El Santo luchaba, o Gary Cooper galopaba en montes llenos de cactus, o Pedro Infante lloraba a mares porque su Torito había muerto.
Por eso, todos los niños de ese entonces siempre nos creímos un poco El Látigo Negro o Mil Máscaras o, los más atrevidos, Charlton Heston o Cary Grant.
La vez que bailamos “El baile de los viejitos” salimos con máscaras de ancianos, con un bordón sujetado por ambas manos. Imitamos el paso cansado de los viejos, al ritmo de una música insistente. Una noche antes yo había imaginado el escenario (que, insisto, era como el de Bellas Artes) y había imaginado el momento de nuestra actuación. Imaginé que, al final, en lugar de seguir la fila de mis compañeros, “hacía como que me equivocaba” y tomaba el sentido contrario, a mitad del camino volteaba y corría para alcanzar la fila. ¡Ah, imaginé la carcajada de medio mundo espectador! Esa noche decidí que haría la gran actuación.
La mañana del acto llegó y, dos minutos antes de que saliéramos a escena, estaba convencido de que tendría fuerzas para el acto final. Pero a medida que se acercó el momento del baile, comencé a dudar. ¿Y si se enoja el maestro?, pensé. Cuando el maestro nos formó para salir al escenario nos recordó: “Háganlo tal como lo ensayamos”. Salí e hice lo mismo que mis compañeros. Al final, el público aplaudió nuestro esfuerzo, pero yo siempre me quedé con el resabio de que ese día Comitán perdió una estrella estilo Chaplin o Buster Keaton. Al llegar a mi casa me encerré en mi cuarto y cubrí mi cara con mis manos. No había tenido el valor para ser diferente, para decirle a todo Comitán que yo era un innovador de la escena.
Muchos años después fui a estudiar a la UNAM, en la ciudad de México. Una noche, en el patio trasero de la casa de huéspedes, jugamos el juego de un Barco Cargado de…”Recuerdos”, y yo recordé ese sencillo “templete” en aquella ciudad, bajo un inmenso cielo que aún no estaba tan contaminado.
Tiempo después, alguien me dijo que el Cine Comitán había desaparecido. Ahora el edificio donde estuvo el Cine es una tienda de ropa. De vez en vez entro al local, alguna señorita dependiente se acerca y me pregunta si quiero algo. Trato de sonreír y le digo que no. ¿Cómo le voy a decir que estoy buscando dónde quedó el templete?
El recuerdo es como un puente de madera podrida. A veces, a pesar de su fragilidad, tenemos que cruzarlo. ¡No hay de otra! El hombre no sabe bien a bien para qué puede servirle un escenario de madera húmeda, pero, a veces, lo busca con denuedo.
Uno de estos días del pasado octubre coincidí con el Arquitecto Guillermo Ochoa y su esposa, en la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez. Cuando Memo platicó que su papá laboró durante mucho tiempo en el Cine, su esposa, de pronto, así como si apareciera un viento desde “La Ciénega”, dijo: “¿Adónde habrán llevado las butacas?”.
Yo tenía la pregunta del templete en la punta del corazón. ¿Adónde los gritos de los niños cuando mirábamos a Santo vencer a las momias de Guanajuato? ¿Adónde los instantes en que aparecía la palabra “Intermedio” y la vida era como una pausa? ¿Adónde esas horas que hoy parecen muertas y que entonces fueron tan vivas? ¿En dónde están esos niños simples y sencillos que, como comían los panes compuestos de doña Lola (encargada de la dulcería), querían comerse el mundo entero? ¿Alguna vez, alguno de nosotros llegó a estar arriba del escenario de Bellas Artes?
Memo desvió la plática y la pregunta de su esposa quedó flotando. ¿En dónde quedaron las butacas? Deben estar en el mismo lugar a donde fue a parar el escenario, en el mismo lugar donde se oxidan los trompos y canicas que jugamos los niños de ese tiempo.

EL CRISTAL DEL ESPÍRITU

Hace años estuvo de moda la teoría de “La ventana rota”. La teoría establece que un barrio es más inseguro si no cambia sus ventanas rotas. El deterioro y la decadencia son señales para los delincuentes, les dice que no hay autoridad para detener delitos menores.
Comitán, ahora, cada vez es más una ciudad insegura porque muestra un grado alto de deterioro. Los vecinos conscientes pintan las fachadas de sus casas y barren el frente de su casa, pero los vándalos grafitean las fachadas y quiebran las botellas de alcohol a mitad de la calle.
Estos tiempos nos han roto no sólo la ventana sino algo de luz. Ahora nos llega algo como un haz quebrado. Pero no sólo los jóvenes dañan las paredes; hay adultos que, también, destrozan el cristal de nuestro espíritu. Son tiempos difíciles.