jueves, 5 de noviembre de 2009

CRISIS Y JUÁREZ


A nosotros, niños de los años sesentas y jóvenes de los setentas, la crisis nos hacía lo que el viento a Juárez.
Anoche soñé que estaba en una panadería. Cuando la mujer terminó de colocar el pan en una bolsa de papel me dijo: "Son tres mil quinientos pesos". Amanecí con cierta molestia. Yo había sacado unas monedas de diez y de cinco pesos para pagar. Cuando me dijo la cantidad le dije que estaba ¡loca!, así que con mi mano derecha como rasero levanté las monedas que había dejado sobre el mostrador. Por el prodigio de los sueños levanté, además de las monedas de diez y de cinco, un bonche de moneditas diminutas.
¿Existen las monedas de diez y de veinte centavos? Bueno, la pregunta es: ¿Sirven para algo? Parece que ahora el valor mínimo de algo es de cincuenta centavos. ¿Cuánto vale un chicle?
Los niños de los sesentas comprábamos muchas cosas con un peso de gasto: cohetitos que tronaban al caer al suelo; canicas; un trompo de medio pelo; nieves y paletas; e infinidad de dulces (quiebramuelas, turuletes, panelitas, turrones, chimbos).
Antenoche escuché que el "gremio" cinematográfico del país se quejó por el recorte. Se quejó de que (a raíz del TLC) el trato es desigual por parte de los exhibidores. La mayoría de salas está destinada al cine hollywodense.
Por esto digo que a nosotros las crisis nos pelaban los dientes. En el pueblo existían dos salas cinematográficas: El Cine Montebello y el Cine Comitán. Todo mundo sabía que en El Montebello exhibían películas extranjeras (gringas, sobre todo); y en el Cine Comitán exhibían únicamente películas mexicanas (y ambos cines se llenaban).
No había el rechazo que ahora se escucha con frecuencia: "No, no entremos, es película mexicana". En ese tiempo entrábamos al Cine Comitán y al Cine Montebello porque era nuestra religión. No sabíamos ni qué iban a exhibir, ni importaba. Era un poco como se da en la misa del domingo: los católicos no saben de qué tratara el sermón.
El Cine Comitán fue, al menos en la ciudad, el principal promotor de nuestra cinematografía. Ahí crecimos (perdón que yo lo diga) amando los territorios de nuestra patria. Supimos que nuestro ser de mexicano estaba hecho con las borracheras y valentonadas de Pedro Infante y de Jorge Negrete (qué pena); con las valentonadas de Jorge Rivero y de El Mayor David Reynoso; con las cachonderías de Meche Carreño y de Isela Vega; con la mamonería de María Félix y de su hijo Enrique Álvarez Félix; con los pastelazos de Viruta y Capulina (qué pena); con los requiebros de Mauricio Garcés y de -otra vez- Enrique Álvarez Félix (doble pena). Nuestros ojos se llenaron de campos con magueyes y de los inenarrables cielos maravillosos de Gabriel Figueroa. Casi llegamos a creer que el "Oeste" era ese set del norte del país que siempre salía en las películas de vaqueros; casi llegamos a creer que esa utilería de cartón que salía en las películas de El Santo era en realidad el prototipo de los laboratorios de los científicos del mundo.
Con diez pesos entrábamos al cine, veíamos dos películas en flamante blanco y negro o en color, comíamos cacahuates japoneses, panes compuestos, una orden de tacos dorados, un vaso de pepsi (en vaso encerado) y aún -como dice Romeo Torres Ventura- nos quedaba un "restecito" para llevar a casa.
¿Tres mil quinientos pesos por un montoncito de pan? ¡Pucha, la mujer está loca! Hoy, en cuanto tenga tiempo iré a una panadería y compraré una pieza de pan. Acá por la casa existe una panadería que vende unas piezas pequeñitas a cincuenta centavos. ¡Lo juro!
Bendito Dios, con una moneda de cincuenta puedo comprar un chicle o un pan. ¿Tres mil quinientos? ¡Pucha, pues de qué estaban hechos sus pinches panes!