viernes, 13 de noviembre de 2009
COMO DESCOLGAR ESTRELLAS
A los cincuenta y dos años descubrí que escribir es el oficio más sencillo del mundo, el más simple. Algunos recomiendan hacerlo de pie, pero la mayoría de escritores escribe sentada. Así pues, basta jalar una silla frente a la mesa para ejercer un oficio tan viejo como el oficio más antiguo del mundo, que no es el de la prostitución, sino el de la vida.
El oficio de escritor puede hacerse a la antigüita (y no me refiero a una piedra con cincel), o hacerse en forma moderna. Este oficio no requiere mayor ciencia que pepenar palabras para bordar un tapete con ellas.
Y digo que es el oficio más simple, porque si entrañara alguna dificultad suprema yo no sería escritor. No lo sería porque soy un hombre muy simple. Por esto no soy astronauta, ni ingeniero, ni buzo o diputado.
El mundo está lleno de oficios complejos. Únicamente los seres dotados con una gracia especial se dedican a la albañilería, a la carpintería o a la plomería.
Ayer me di cuenta que en casa hay muchos desperfectos porque soy un hombre simple. No hago acá la relación de chunches averiados porque esta Arenilla sería interminable, pero, sólo como ejemplo, digo que hace tiempo una llave del fregadero gotea, dos lámparas están fundidas y la lavadora está inservible.
Sara, Benjamín, Carmelino, Jorge, Antonio y los demás empleados de la casa de mi infancia desaparecieron una tarde con lluvia. Con ellos se fue mi mundo práctico. Desde su ausencia me siento indefenso. Ellos hacían todo por mí.
Si estuvieran a mi lado bastaría hablar, sin alzar la voz, para que ellos (como fantásticos genios) cumplieran mis deseos.
Varios amigos me han dicho que lo de la lavadora debe ser una cosa sencilla: “¡Es la banda, seguro!”. Y me dicen que basta con cambiarla para que el aparato vuelva a funcionar como en sus mejores épocas. Yo, por supuesto, digo que sí, que debe ser eso, que cómo no lo había pensado antes, que al regresar a casa abriré la lavadora, retiraré la banda y la cambiaré.
Callo lo de las lámparas porque no quiero que mis amigos se enteren que soy el hombre más inútil del mundo (ya de por sí es penoso admitir que soy “simple”).
Mi simpleza llega a tal grado que la convivencia con los otros me es difícil. Debe ser que Benjamín, Carmelino y los demás también platicaron y jugaron por mí con los otros niños. Por esto me acostumbré a jugar solo y a platicar solo. Por esto, ahora, me abruma lo complejo de la vida. De niño no jugué rondas. ¿Cómo me exigen ahora que me siente en una mesa donde medio mundo platica bien sabroso?
No digo que hay dos lámparas fundidas en mi casa, porque los demás se burlarían. Ah, si fueran focos “simples” no habría mayor problema. Bastaría trepar a una silla para cambiarlos, pero ¿cómo se cambian esas lámparas fluorescentes de tubo que miden más de metro y medio? En los extremos tienen algo como pivotes que, imagino, deben insertarse en huecos de la base. Pero ¿cómo llegar a esa altura de más de dos metros y medio? ¿Por qué estas lámparas las instalan en la parte más alta de las paredes? Ah, si Benjamín estuviera, ya le hubiera pedido mi deseo y, en menos que canta un gallo, estaría cumplido.
Un día estos hombres desaparecieron de mi casa. Mi papá cerró el negocio que tenía y al día siguiente “mis” genios cambiaron de botella.
Por esto, ahora lo confieso, como no sé hacer algo más práctico, mi oficio es la escritura. Me resulta simple, sencillo. ¿Cómo saber si hago bien o mal este oficio? No sé, evaluar un texto me parece una labor compleja.
Mis lectores entenderán que escribo a ras del suelo; sólo de vez en vez me subo a la silla para cambiar un texto fundido; pero jamás, ¡jamás!, me subo a una escalera para descolgar una nube que está al lado de una lámpara fluorescente. Y ya se sabe que quienes creen que saben dicen que los textos sublimes están siempre colgados en las alturas. ¡Ah, qué complejo!