martes, 17 de noviembre de 2009

COLABORACIÓN ESPECIAL PARA "PALABRA ESCRITA"


LA ILUSIÓN ESTÁ HECHA DE AZÚCAR

La casa era inmensa, llena de corredores y cuartos. Uno de los cuartos servía como bodega para guardar las cajas de refrescos que mi papá vendía. Las cajas se apilaban una sobre otra y formaban una increíble estructura de madera y cristal. Una vez, Víctor, hijo de la sirvienta, me dijo que en la bodega estaba el regalo que me “dejaría” Santa Clós. No le creí, porque apenas era dieciocho de diciembre.
En Comitán, a Santa le llamábamos Viejito de la Noche Buena y creíamos que vivía en el Polo Norte; creíamos que la noche del veinticuatro subía a su trineo jalado por renos y repartía regalos a todos los niños del mundo que se habían portado bien durante el año (en Comitán no entendíamos bien a bien cómo eran esos animales, pero, según relatos de los niños mayores eran como burritos voladores con amplias cornamentas).
Víctor era más grande que yo y, por supuesto, era más malcriado. Por esto, todos los años, el Viejito le dejaba juguetes más modestos. Un año antes le había dejado un carrito de madera y una bolsa de canicas, mientras a mí me dejó dos suéteres y un carro con pedales, color plata (ninguno de mis amigos tuvo un carro como ese. Yo era un privilegiado).
Además era un niño bien portado y creía -de veras lo creía- que el Viejito era quien dejaba los regalos de navidad. Mis papás, durante todo el año, me decían que si me portaba bien el Viejito me traería todo lo que pidiera. Mi lista de pedidos era extensa, en consonancia con mi buen comportamiento. ¿Cuáles eran mis pecados? Algún robo de veinte centavos para comprar un dulce, o alguna palabra altisonante, como “pendejo” o “cara de coyol” (esto último no sabía qué significaba pero Víctor lo decía a cada rato).
En una ocasión escuché en la escuela una canción que decía: “Dame tu cu, dame tu cu, dame tu cubeta de agua, para mi ve, para mi ve, para mi verde jardín”. La tonadita se me pegó y llegué cantándola a mi casa. Cuando mi papá la escuchó me pegó un sopapo y yo, lo juro, nunca entendí por qué mi papá se había enojado. ¡Sí, ya lo descubrieron!, aparte de ser un niño bien portado ¡era cándido!
Pero Víctor estaba empecinado en robarme la inocencia. Los niños malcriados disfrutan mucho robándoles la candidez a los niños inocentes, de la misma manera que los adultos borrachos disfrutan cuando a un abstemio lo extravían en los abismos del trago.
Víctor insistió que arriba de las cajas de refresco estaba mi regalo. Insistió tanto que le pedí me ayudara a subir. Vencí mi temor y subí por las endebles columnas de cristal y madera. Al fondo encontré un promontorio envuelto en una manta sucia. Levanté la manta y descubrí una marimba. Bajé y le dije a Víctor que era un mentiroso, con las manos me limpié el polvo del pantalón y sonreí satisfecho.
No había pedido ninguna marimba, así que ese regalo era para otro y no provenía de la fábrica del Viejito.
¿Cómo, los niños de ese tiempo, nos imaginábamos la fábrica de El Viejito? No sé cómo lo imaginaban los demás niños, pero yo lo imaginaba muy al estilo comiteco. Lo imaginaba como un gran taller en el “sitio” de una casa, con varios cuartos. En cada uno de éstos fabricaban diferentes tipos de juguetes. En un cuarto hacían los juguetes de madera, en otro los de latón, en uno más los de plástico, y en el salón más importante, hacían los juguetes de tela.
¿Quiénes eran los constructores de los juguetes? No los imaginaba como gnomos con gorro verde, los imaginaba como angelitos muy diestros en todo eso de fabricar sueños. Por eso, cada veinticinco, cuando abría mis regalos sentía un olor de albahaca y, a veces, encontraba una que otra pluma que mi mamá tiraba porque -decía- era de alguna paloma o gallina. Pobrecita mi mamá, ya algún cabrón le había robado su candidez en un momento ingrato.
¿Cuántos años tenía El Viejito de la Noche Buena? Una vez le pregunté a mi mamá y ella me dijo que El Viejito no tenía edad. Había nacido así. ¿Con barbas?, le pregunté. Sí, me contestó, mientras siguió colocando los claveles rojos en el florero de la mesa de centro.
Los niños queríamos que el tiempo pasara pronto para que llegara el veinticinco, pero sucedía lo contrario. Los dos días antes de la noche buena pasaban lentos, muy lentos, como si viajaran arriba de una carreta jalada por caballos viejos.
¡Por fin, la noche del veinticuatro llegó! Acompañé a mi mamá a prender los dos quinqués que, desde siempre, mi mamá prendía para esa noche especial. Un quinqué lo colocamos en el zaguán para que el Viejito supiera que lo esperábamos en esa casa; y el otro quinqué lo dejamos en la entrada de mi cuarto. A las ocho de la noche cené y mi mamá me dijo que me acostara para que el Viejito caminara por el camino de mi sueño.
La mitad del total de niños del mundo no duerme bien la noche del veinticuatro (la otra mitad sí cae rendida en su cama miserable, porque es pobre y se agota con el trabajo del día o con la falta de alimentos). La primera mitad “no mira la hora de que el Sol del veinticinco llegue” para levantarse vestida con la pijama, correr a la sala y abrir los regalos que “aparecen” debajo de los árboles, al lado del pesebre donde el niño Jesús duerme tranquilo (Jesús duerme tranquilo porque ya no espera ningún regalo; a pesar de que es el niño más bien portado del mundo ¡nadie le deja nada! ¿Será que aún tiene sobrantes del oro, incienso y mirra que le dejaron los reyes magos?).
Cuando amaneció, tiré las chamarras, me senté en el borde de la cama, me puse las pantuflas y, en puntillas (para no despertar a mis papás), fui a la sala para abrir mis regalos. Al lado del Nacimiento hallé el promontorio de huesos de madera con cuatro bolillos. ¡Ahí estaba la pinche marimba!
El papelito no podía estar equivocado. La marimba tenía mi nombre. Más tarde, mi papá, con cara de tiuca descubierta en el acto de robar un pedazo de pan, admitió que él era El Viejito.
Era tan cándido que aún cargué la mochila de la ilusión por un tiempo más. No me decepcioné, al contrario, me sentí orgulloso. ¡Pucha, cuando yo les contara a mis amiguitos de la escuela la verdad les daría envidia! ¿Saben quién es El viejito de la Noche Buena?, les preguntaría, y cuando ellos respondieran que ¡No! Les contaría mi secreto.
A mis amiguitos de la escuela les conté que mi papá era el Viejito de la Noche Buena (a pesar de que en ese tiempo mi papá era un hombre joven, apuesto. A pesar de ser chaparrito, cuando vestía de traje se parecía a los actores que salían en las películas que veía en el Cine Montebello). Todos mis amigos dijeron que no descubría nada nuevo. Esa mañana -bola de cabrones- descubrí que cada uno de los papás del mundo era El Viejito de la Noche Buena. La banderilla más profunda me la dio el torero de la última faena: “El Viejito no existe”.
El Víctor (cara de mi coyol izquierdo) me jodió para siempre.
No me quedó más que botar mi mochila de candidez y adoptar otra. Desde entonces la vida me ha enseñado que para crecer debemos botar los sueños inocentes. ¡Qué joda! Descubrimos que lo más sublime es mentira. Lo único real es la mierda de todos los días.
Por esto, cuando un presidente municipal de Comitán o un gobernador de Chiapas o un presidente de México, promete algo ¡no le creo! Soy el hombre más escéptico del mundo. Ya sé que El Viejito que me regalaba ¡no existe! Y para acabarla de joder mi papá ya no vive.
Crecí, me casé y tuve dos hijos. Cuando Alejandro tuvo siete u ocho años descubrió que Santa Clós era un invento, pero Fernando, mi hijo menor, aún creía en Santa. Mi hijo Alejandro se pavoneaba, como si ese conocimiento le otorgara madurez. Pensé entonces que los niños habían cambiado. Ya no vivían en mundos de ilusión, sino en mundos reales y tangibles. Entonces, en intento de que mi Fernando también se sintiera orgulloso de poseer un conocimiento de gente “grande” le dije que Santa no existía. Mi hijo me quedó viendo con una cara de perrito y se echó a llorar.
Pobre de mi Fer, fui su Víctor. Lo jodí para siempre.