lunes, 9 de noviembre de 2009

FREE TOUCH



Lo pregunté así como quien dice “Buenas tardes”: ¿Qué es lo peor que te ha sucedido en la vida? “Un sueño”, me respondió y la vi temblar, como si el fulgor de aquel sueño todavía la cimbrara.
Adriana no me contó el sueño, por supuesto. Pero le creí por la luz de quinqué disminuido en sus ojos.
Miente quien dice: “Logré mi sueño”. ¡Todos los sueños son irrealizables! La vida es tan misteriosa que al hombre le cumple los deseos pero jamás sus sueños.
El deseo tiene su origen en la conciencia del hombre, en cambio el sueño viene de lo profundo.
Jaime Jaimes soñó un sueño. Soñó que se sentaba en el filo de la cama, se desvestía, miraba la Luna por la ventana, se quitaba los calcetines y los zapatos. Soñó que se acostaba, cerraba los ojos, rezaba y luego, por el prodigio del azar surrealista, soñó que caminaba por una calle que era como una viga suspendida a mil metros del suelo. Caminaba como si fuera un equilibrista, lo hacía con gracia, como si no dudara ni tuviera miedo ante el abismo de ambos lados. Los abismos eran como un pozo de luz, le herían sus ojos, lo deslumbraban, pero él seguía caminando como Jaime por su casa. De pronto, sucedió lo inevitable; es decir, lo previsible, el pie izquierdo titubeó y al dar el siguiente paso (ya próximo a llegar a la esquina) Jaime tropezó y cayó, pero en su sueño no sintió temor, porque entró a otro sueño y soñó que le crecían alas y, justo antes de estrellarse contra el suelo (un suelo presentido porque nunca llegó a palpar su consistencia), voló y remontó hasta volver a alcanzar la calle que ahora ya era un lago lleno de nubes, y Jaime, ya con otro nombre, siguió caminando por encima de las nubes que eran de muchos colores, de la misma manera que otro personaje, hace miles de años, caminó sobre el agua. Las nubes eran como un arco iris y eran suaves como almohada con pluma de ganso. Justo en ese instante sucedió que Jaime, ya con el nombre de Jesús, despertó del sueño dentro de su sueño y al hacerlo perdió las alas y de nuevo cayó en un pozo oscuro. A medida que, en caída libre, se precipitaba hacia el fondo comenzó a sentir frío, mucho frío, sus ojos se llenaron de escarcha y no pudo abrirlos más. Tuvo miedo, por primera vez en su sueño ¡tuvo miedo! Pero su subconsciente actuó y le recordó que seguía metido en su sueño así que buscó un alfiler entre su ropa y antes de desbaratarse contra el suelo se pinchó en el brazo izquierdo. ¡Despertó! Despertó en el lugar donde había iniciado el sueño de su sueño: la calle angosta que parecía suspendida en el cielo. Iba a dar un paso, pero desconoció si era o no un sueño. Pensó que estaba completamente despierto. Sintió temor, el temor del hombre que camina en un pretil ubicado a cientos de metros de altura. Se hincó en la calle, bajó sus pies y quedó colgado de la viga de cemento. Una paloma pasó volando. El hombre (ya no supo si era Jaime o Jesús pues el ser humano nunca sueña con su propio nombre) cruzó los pies por debajo de la calle y se acostó sobre la viga y la abrazó con fuerza, fue como un moño apretado a una caja de regalos. Durmió. Con todos sus deseos trató de forzar el sueño, pero éste nunca llegó. Después de horas, ya en el límite de sus fuerzas, por fin, durmió, pero antes que en su sueño se soñara barco o colibrí, se hizo tantito hacia la izquierda y cayó. Dos minutos después, se despedazó sobre la calle del pueblo y ya no despertó nunca más.
Tal vez a Adriana le ocurrió un sueño semejante, pero ella, gracias a Dios, no logró entrar a otro sueño dentro del sueño. Dicen que estos son los peligrosos. Por lo regular los humanos nos acostamos y soñamos y luego despertamos y volvemos al lugar del principio: nuestra cama. Pero cuando alguien dentro del sueño accede a otro sueño y quiere regresar del segundo al primero puede extraviar el camino. Así le sucedió a Jaime, ¿o se llamaba Jesús?