lunes, 30 de noviembre de 2009

CUANDO LA PIEDRA SE CONVIERTE EN ARENILLA


Con un abrazo para Karina Alejandra Trujillo, por la ausencia física de don Serafín Trujillo.


“¿Te autocensurás?”, me preguntó Marcos, un día. No me autocensuro, dije, pero luego corregí: “Bueno, me impongo ciertos límites”. A veces, en un mal entendido concepto de la libertad de expresión, dan ganas de caer en el exceso. Pero la práctica del periodismo exige, precisamente, caminar por los terrenos de lo correcto. Y lo correcto está delimitado por las normas éticas.
No me autocensuro porque el periodismo que realizo tiene que ver, sobre todo, con el juego de la imaginación. Sería un absurdo censurar la propia imaginación, cuando la condición para que ella exista es la libertad total.
No me autocensuro, pero, como buen merolico de mercado, “pinto mi raya” y no paso de ahí. Entender que existen límites, y que es obligación respetarlos, es condición necesaria para ejercer cualquier oficio. ¿Quién impone los límites? Los generales y obligatorios están consignados en la Constitución. No obstante cada periodista se “impone” algunos límites personales. Quienes estrechan mucho su propio espacio son los llamados “chayoteros”; en la medida que un periodista se otorga espacios más amplios, en esa medida es más libre. Pero, que quede claro de una vez, nadie es objetivo al ciento por ciento (dejaríamos de ser simples mortales).
Imaginemos (acá comienza el juego de ficción) que una fulana de tal -famosa columnista política en la prensa - se enamora de un hombre que tiene un cargo en la administración pública. Se vuelven amantes (el lector puede ubicar esta narración en Chiapas, en Baja California o en Nazca). Cada semana -de siete a nueve de la noche- se reúnen en un departamento de un tercer piso de edificio lujoso. Como es obvio de entender (entre una copa de vino, pedazos de queso y música de saxo en la estancia a media luz) el hombre le confía algunos “secretos”. Pregunto: ¿la periodista dará a conocer esas irregularidades públicas poniendo en riesgo el trabajo de su amado? Y la otra pregunta es: ¿Hará lo mismo cuando ambos rompan la relación y el tipo, como si ella fuera su madre, la repudie?
Cada periodista se mueve adentro de una burbuja que desinfla o infla a voluntad para que haya aire en dónde respirar.
Hay un artículo en nuestra Constitución Mexicana que alude a la libertad de tránsito por todo el territorio. Hasta donde recuerdo, garantiza que nadie puede impedirnos viajar por México; es decir, subo a un camión y puedo, perfectamente, llegar hasta Mérida, por ejemplo; pero Marcos -como chiste- siempre que entra a mi casa me dice que “usa su derecho al libre tránsito garantizado en la Constitución”. Yo, siempre -como chiste, pero con chanfle- le digo que mi casa es la Embajada de Francia en México y su famoso artículo no procede, a menos que yo lo permita. Hecha la aclaración, lo invito a pasar y le sirvo un vaso de vino blanco.
Ayer, Marcos vino a verme a casa. En cuanto me vio, dijo: “Ya mirás, cabrón ¡bien que te autocensurás! Todas las arenillas que te has tragado se volvieron piedras” y rió.
La semana pasada, dos médicos de este pueblo, el doctor Roberto Gómez Alfaro, y su hijo, el doctor Omar Gómez Cruz, auxiliados por el anestesiólogo doctor Madrid, hicieron favor de realizarme una cirugía abierta porque mi vesícula estaba llena de piedras.
Hoy, en proceso de recuperación, botado en casa, pienso en lo que Marcos me dijo. Hace varios años publiqué una serie de cartones con el nombre de “Don Piedra, en “La Voz del Sureste”. ¿No será que “Don Piedra” me hizo la travesura y confundió mi vesícula con su morral?
Por ahora no tengo más piedras, ahora sólo tengo un camino lleno de luz que iluminaron esos benditos médicos que tanto bien han hecho y siguen haciendo en este pequeño rincón del universo. ¡Que el propio universo llene de ríos de luz a las familias Gómez Cruz y Gómez Alfaro!
Hay hombres que tiran la primera piedra; hay otros hombres que insisten en cargar piedras (tanto en el cuerpo -ya lo comprobé- como en el espíritu). Hay otros hombres, en cambio, que nunca levantan piedras del suelo para arrojarlas a sus semejantes. ¡No sólo no hacen eso! Además, ayudan a otros despojándolos de esas cargas.
“Que Dios bendiga a Dios” por mandarnos hombres que pulverizan las piedras.