sábado, 23 de enero de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE YALCHIVOL




Querida Mariana: Hay comitecos que dudan entre escribir Yalchivol con v de vaca o con b de burro. No sé con precisión cómo deba escribirse, pero por sentido estético a mí me gusta escribirlo con v de viento, con v de viejo; porque ahí, en ese barrio, el viento se ha hecho viejo de tanto bailar por encima de los tejados. Es un barrio viejo, pero lleno de vida, ¡sí, de vida! Por esto, yo, escribo Yalchivol con v de vida.
José Manuel Ortiz subió esta foto en el Facebook, la compartió con todos nosotros, la lanzó al mundo, para que las personas vieran cómo era Yalchivol en los años treinta, del siglo pasado. ¿Identificás el lugar? Claro, es muy fácil. Al fondo está el templo de la Virgen del Rosario; la calle amplia es ahora un bulevar. No, no, no me quedés viendo así. Sé que en esta fotografía se ve un Yalchivol amplio, generoso. El cielo parece derramarse sobre la calle. Tal vez por esto, en el barrio, mucha gente se dedicó al oficio de hacer ladrillos y tejas. ¡Cómo no! El sol se derramaba sin regateos, bañaba todos los patios y los corazones de los vecinos.
José Manuel dice que halló esta fotografía en el baúl de los objetos de su abuelo. La encontró y decidió no guardársela. A la hora que la subió al Facebook realizó uno de los actos actuales más prodigiosos: la compartió con todo el mundo. A la hora que la vi, de inmediato subí a mi auto y fui al barrio. Traté de colocarme en el mismo lugar y supe lo que ahora vos me decís: la modernidad quitó un poco de patio al sol para que jugara, pero (hay que decirlo) el bulevar actual no es feo, tiene árboles, está cuidado. Los vecinos del barrio se han caracterizado (espero que siempre sea así) por ser solidarios y buenos vecinos, siempre están unidos. Esto de la inseguridad no es cosa de ahora, hubo un tiempo en que los habitantes del barrio de Yalchivol fueron sometidos a una serie de asaltos que los preocupó. Recuerdo que en una asamblea decidieron montar guardias nocturnas. Los vecinos, en autos, recorrían las calles del barrio, en busca de algún maleante. Debo decirte que los maleantes, cuando vieron la unión del barrio huyeron como cucarachas. ¿Qué hicieron los vecinos? Hicieron lo mismo que Tierno Galván, el presidente de Madrid, España, propuso hacer. Hubo un tiempo (Dios mío, las cucarachas están por todas partes) en que Madrid se vio asolada por una ola de delincuencia, fue tal la proliferación de ladrones que la gente dejó de salir a la calle, por las noches se guardaba en sus casas, echaba tres llaves y, con temor, esperaba que amaneciera para que las cosas caminaran con la protección de la luz del día. Pero, una buena tarde, el presidente Tierno Galván (que, en efecto, era tierno, pero estaba galvanizado) convocó a los habitantes de Madrid a que no dejaran la ciudad en manos de la delincuencia, los convocó a dejar la televisión por las noches y los conminó a salir, a inundar las calles, a convertirlas en ríos humanos. Los madrileños le hicieron caso, por toneladas (permíteme el término) salieron a las calles y las cucarachas gachas que estaban en los arremetidos de las esquinas tuvieron que replegarse y salir huyendo como lo que eran: cucarachas. Yalchivol se asemeja a Madrid.
¿Ya viste la actitud del muchacho que está en el centro de la fotografía, en primer plano? Está justo en el centro. Su actitud (perdón) es como si retara al porvenir, como si dijera que todo está mero lek y que estará mejor, que nuestro pueblo seguirá conservando lo esencial de su identidad: su voseo, su cantadito, sus chinculguajes y sus huesos estilo Tío Jul.
El muchacho está apartado de los grupos, de quienes, sobre caballos, reciben todo el sol; de quienes, en el fondo algo esperan que suceda en el templo; de quienes están cerca de un cobertizo con techo de madera. Todo parece suspendido en una burbuja limpia. Ahora los habitantes de Yalchivol siguen recibiendo el mismo sol en sus patios, patios en donde todavía (¡qué bueno!), siguen creciendo los árboles que dan tejas y ladrillos; pero, en cambio, sus aires están contaminados, porque ahora (qué pena) el canal que pasa por el frente del atrio del templo lleva aguas hediondas.
¿Quién es el que está al centro? ¿Es el abuelo de José Manuel? Lo importante ahora es que este muchacho representa el centro, el centro de mil novecientos veintitantos, porque acá no hay más. Todo lo demás es como la escenografía que se coloca en una obra de teatro o en la filmación de una película. El actor principal de esta puesta en escena es este muchacho de sombrero, camisa blanca y pantalones de color. Si lo ves bien, querida Mariana, él no adopta una posición de soberbia o sobreactuada, él está con los brazos a los lados, como si posar para una fotografía fuese lo más común del mundo, fuese como un juego más. El fotógrafo le dijo que se colocara al centro (¿Mirás? ¡Al centro!) y él se paró ahí sin ninguna pose, sin saber que en el siglo XXI iba a representar el espíritu de Yalchivol. Porque a la hora que José Manuel compartió la foto con medio mundo, medio mundo vio la plenitud de esa tarde en que el sol doraba los techos y fachadas de las casas que limitaban esa calle generosa en longitud y en anchura. Si ves con atención, querida mía, el muchacho del centro tiene la misma gallardía que la fachada del templo que se recorta a la distancia.
Cuentan que acá se efectuaban carreras de caballos, se improvisaban carriles, la gente se colocaba a los lados (casi repegados a las fachadas de las casas) y, a la orden del juez, los jinetes (uno a cada lado de los carriles) alentaban a sus cabalgaduras y la carrera comenzaba. La gente aplaudía, gritaba, levantaba sus brazos con los sombreros en las manos y los de más adelante sacaban las cabezas para ver en dónde venían los contendientes; en las barracas que colocaban al fondo, los hombres bebían cerveza y ahí eran pagadas las deudas del juego que eran deudas de honor.
Así era la diversión de esos tiempos, tiempos sencillos, alejados de las vainas complejas de hoy.
Si a los personajes que están en esta fotografía los colocáramos en otro contexto los lugares de privilegio se modificarían. El muchacho (perdón) no tendría ningún peso específico ante uno de esos señores que montan caballo. La ropa que viste el muchacho es una ropa modesta; por el contrario, el señor que monta el primer caballo viste ropa de caché y porta un sombrero que nada tiene que ver con el sombrero sencillo que tiene puesto el muchacho. Basta decir que ser propietario de un caballo es signo de estatus. El muchacho no tendría mayor relevancia en una fotografía donde los de “clase” estuvieran posando para el retrato de una boda o de un festejo social de relevancia. Y sin embargo, como si dijésemos que muy pocos recuerdan el nombre del Papa que mandó a pintar la Capilla Sixtina, pero todo mundo sabe y reconoce el nombre de Miguel Ángel y lo repite con emoción. Así (valga la comparación) esta fotografía logró privilegiar la figura del muchacho que está en el centro y difuminó a todos los demás personajes. Esto es un mérito indiscutible del fotógrafo, quien, como si fuese un sencillo Miguel Ángel, privilegió lo que realmente importaba: ¡La calle anchísima y generosa!, ¡la magnificencia del templo!, ¡el horizonte claro e impecable!, y ¡la figura del muchacho que le otorga la grandeza a esta fotografía!
Cuando José Manuel subió la foto respiré profundo y sentí que una mano me jalaba y me transportaba hasta ese lugar, hoy apenas identificable. La vida cambia a cada instante; la vida es un parpadeo. Así nos lo demuestra esta fotografía. Si vamos a Tenam-Puente nos emociona la rotundez de las pirámides y nos desalienta saber que quienes las idearon y construyeron ya no existen. Los hombres alimentan sueños, éstos crecen mientras los inventores se deshacen y se vuelven polvo.
Acá nos queda esta fotografía. Tal vez sólo el templo permanece erguido. Todo lo demás se ha caído, todo lo demás ya está enchuecado para siempre. Tal vez el muchacho del centro ya no vive (si vive tiene más de noventa años), pero acá está, con la fortaleza de las torres del fondo, con la fortaleza del espíritu indeclinable del barrio de Yalchivol. Si tuvo descendencia, sus descendientes son como los rayos del sol que siguen iluminando los patios donde se secan los ladrillos y las tejas. Tal vez el muchacho es el abuelo de José Manuel y hoy está más vivo que nunca.

Posdata: Hay decenas de fotografías en baúles. Todo mundo debería hacer lo que José Manuel hizo, sacarlas del polvo y airearlas, dejar que les dé la luz. Estas piezas son fundamentales para armar nuestro rompecabezas. Cada recuerdo completa nuestro ramo de luz. Todo mundo debería seguir el consejo del alcalde de Madrid: ¡Salgamos a las calles, las inundemos de recuerdos! Así, las cucarachas del desaliento se irán hacia otros huecos.