miércoles, 20 de enero de 2016

UN HOMBRE LLAMADO DOMINGO




El otro día me dijeron que Domingo ya no está en Comitán. Se fue. Era su deseo, su gusto. Ojalá que le vaya bien, ojalá que llegue hasta donde quería llegar.
Domingo se paraba a mitad de la cantina, con su pantalón de mezclilla a mitad de la cadera, como si imitara a Cantinflas, levantaba las manos y decía: “Me llamo Domingo y ¿qué creen? ¡Nací en sábado!” y echaba la carcajada como si fuese un chorro de agua.
La gente quiere a Domingo. Muchos lo van a extrañar. Siempre estaba pendiente de las señoras que cargaban las bolsas en el mercado, siempre solícito ofreciendo sus servicios que le retribuían con una moneda de diez y con alguna fruta que él pedía y sacaba de las bolsas.
Yo lo recuerdo en la cantina, porque después de estar toda la mañana cargando bolsas, más o menos a la una suspendía su labor, se sentaba en la entrada del templo de Santo Domingo y contaba las monedas que había recibido. Una vez le pregunté por qué se sentaba en la puerta del templo y él dijo que nunca faltaba el que pensaba que estaba ahí pidiendo limosna y le aventaba una moneda más. Hecha la labor de contabilidad, caminaba por la segunda y bajaba hasta la tienda de doña Elpidia, quien, como se sabe, vende trago de Tzimol, de ese que le llaman hinchapié. “¿Qué hay, Mingo?”, preguntaba doña Elpidia, mientras se agachaba por detrás del mostrador de madera para sacar la botella de cuarto que era costumbre. Lo mismo, pero diferenciado, decía Domingo. Cuando escuché por primera vez esa frase pensé que era una genialidad: Lo mismo, pero diferenciado. Sí, eso que algunos llaman cotidianidad no es más que la misma historia, pero con sutilezas.
Ya con la botella adentro de su chamarra (una chamarra tejida en Chiconcuac, a la que Domingo le había costurado una bolsa por dentro para que llevara su botella), se despedía de doña Elpidia con su clásico: “Si no nos vemos, nos escribimos” y soltaba la carcajada.
Subía por la segunda y llegaba hasta la cantina “La última”, se sentaba en la mesa del rincón y esperaba que Manuel le sirviera la caguama de siempre, la de todos los días. Cuando alguien le reclamaba a Domingo que tomara entre semana, él decía: “Adió, jodido, caso soy albañil para tomar sólo los sábados”.
Debo acá decir que Domingo jamás fue ofensivo. Nunca molestó a nadie, él tomaba tres caguamas y salía tatarataeando con rumbo a su casa. Jamás dio un grito de más o una exclamación de esas que es costumbre en los borrachos malcriados. Lo más que hacía era pararse a mitad de la cantina, subirse con dos manos su pantalón y decir: “Me llamo Domingo, nací en sábado y ¿qué creen? Me casé con una mujer que se llama Primavera” y echaba la carcajada como si fuese un guajolote en medio del campo y volvía a sentarse.
El otro día me dijeron que se fue. Pregunté por su familia y me dijeron que ellos quedaron acá, que Domingo les dijo que si logra pasar al otro lado, les enviará muchos dólares, para que los guarden y cuando reúnan lo de un terrenito lo inviertan. Cuando le digan que ya tienen el terreno él les mandará para que paren una casita y cuando la casita ya esté parada, que le avisen para que él trabaje más y ahorre para que cuando regrese abran una tienda y él no tenga que seguir cargando bolsas en el mercado. Me dijeron que dijo que ya se siente cansado, pero que allá dará el último estirón.
Lo más que hacía en la cantina era cantar. No gastaba su paga en la rocola, no. Dejaba que alguien de otra mesa se parara y pusiera alguna y si se la sabía (si era de sus tiempos) la cantaba, así quedito, como si no quisiera ofender, como si quisiese pasar inadvertido. Cuando Manuel le pasaba la cuenta, Domingo, sin chistar, metía la mano en la bolsa y pagaba lo de las tres caguamas. Ponía los billetes sobre la mesa con una dignidad como si estuviese pagando en la notaría las escrituras del terreno donde levantaría su casa. Se levantaba ya un poco nublado y se despedía de Manuel: “Si no nos vemos, nos escribimos”, y caminaba por en medio de las mesas, apoyándose en las sillas, tatarateando.
¿No te molesta que te molesten?, le pregunté un día. Me dijo que no, que para él no era molestia que los comitecos lo molestaran, decía que nosotros así somos de por sí, jodones. Me dijo que no podía enojarse si era cierto lo que decían, por eso, ya con una caguama se paraba a mitad de la cantina y decía: “Me llamo Domingo, nací en sábado. Me casé con una mujer que se llama Primavera y ¿qué creen? Tengo dos hijos: uno se llama Julio y la otra Abril. Así entonces, tengo nombre de día, estoy casado con una estación del año y mis hijos son meses”, y echaba la carcajada como si fuese una piedra en medio de un alud.
Me dijeron que se fue. Fue a intentar su sueño. Ojalá que lo logre. Como es seguro que no nos vemos, ojalá nos escribamos.