viernes, 29 de enero de 2016

UNA MARIMBA HUNDIDA




“¡Oí, oí!”, dijo Mariana. Me paré y oí: por encima del piar de dos pájaros que peleaban en la fronda de un ciprés, la marimba sonaba. Era la marimba, más las trompetas, más las congas, más los palitos, más la batería y, por encima de ellos, el saxofón. Caminábamos por una calle, distante tres cuadras del centro de La Trinitaria. Hacía frío, la niebla nos cubría como una tela de cortina. Mariana dijo: “La niebla está bajando. También quiere bailar con la marimba”.
Entonces le conté a Mariana que cuando fui joven, la plebe de amigos tenía la costumbre de hacer silencio para escuchar si en algún lugar había marimba. Dejábamos de hablar y aguzábamos el oído para ver si por el rumbo de San Sebastián asomaba el guateque. En muchas ocasiones escuchamos el rebumbio a distancia. Decíamos: “Es por el rumbo de la Pila” y hacia allá nos enfilábamos para entrar a la fiesta de chalequeros. “¿De chalequeros?”, preguntó Mariana. Sí, dije, de chalequeros, de colados.
A un lado del parque central (un parque que los habitantes de La Trinitaria llaman El parque hundido), en un local pequeño, casi en penumbra, estaba la marimba. Los integrantes de la marimba municipal ensayaban: Uno, dos, tres, cuatro. El bolillazo marcaba el inicio y la batería sonaba con un ritmo ritual que, de inmediato, mandaba a los pies a moverse, como si la marimba y demás instrumentos tuviesen hilos que, como instrucción de marioneta, jalara los pies, ahora uno, ahora otro y con el movimiento de los pies todo lo demás, porque cuando un pie se mueve jala la cadera para un lado, pero el otro pie hace lo mismo y la cadera adopta un movimiento de vagón de tren bamboleante, y en las muchachas bonitas el movimiento se vuelve como de tornado suave, que apenas levanta las hojas del piso, pero levanta el espíritu del mundo hasta arriba, por encima de las nubes. Y la marimba que ensaya en un cuarto hundido del parque hundido, parecía levitar por encima de todo lo existente de ese pueblo que, por lo regular, camina con pasos lentos y quedos, en puntas.
Mariana me dijo que nos sentáramos, que oyéramos un rato ese sonido que era como de agua nadando en un río acompasado, ahora para un lado, ahora para el otro. Así, sentados sobre el filo de la banqueta, con los pies estirados, pies que se movían como árboles en medio de un viento cálido, vimos aparecer a dos turistas, con mochilas en las espaldas, se pararon en la esquina y, de igual manera que lo habíamos hecho nosotros, pararon las orejas en intento de ubicar la procedencia del sonido. Ella, con camiseta roja y pechos generosos, señaló el local y hacia allá se dirigieron. Cuando pasaron frente a nosotros (que estábamos casi enfrente del local) dijeron Hola y sonrieron, hicimos lo mismo. Mariana dijo Hello y rio. Ella soltó su mochila, la dejó en el piso y se acercó hasta la puerta con cristales del local, husmeó, regresó hasta donde estaba él, quien, también, ya había dejado su mochila en el piso y lo tomó de las manos y lo invitó a bailar. Vimos que la pareja de turistas comenzó a bailar, primero junto a la banqueta, pero como no pasaba auto alguno por la calle (porque La Trinitaria aún goza de ese privilegio, donde las calles aún no están saturadas de autos), por pura inercia, por el movimiento de pirinola que tenían, se fueron desplazando hasta el centro de la calle. Ambos reían, como niños. Ella era la que más se movía y, por momentos, ¡qué maravilla!, lograba algunos pasos que hacían olvidar que era anglosajona, parecía una mulata de Cuba o del África, su cadera iba de un lado para otro y sus pechos, generosos, se movían con la cadencia sabrosa de un péndulo, con la exquisitez de las campanas convocando a misa. Un barrendero se acercó, jalaba su depósito de basura. El barrendero puso sus manos sobre el extremo superior de la escoba y vio a la pareja, se dio una pausa en su labor; los dos pájaros (quiero pensar que eran los mismos) se posaron en el techo de una casa y los vimos ir de un lado a otro, como si siguieran el ritmo sabroso que salía de las manos y de las bocas y de los pies de los integrantes de la marimba. A dos casas del local están los baños públicos. Mariana me codeó cuando vio que una mujer entró al sanitario de damas y dijo: “Orinará contenta”. Mientras tanto, los turistas ya habían tomado confianza, se desplazaban por toda la calle como si estuvieran en un salón de baile. Ella tenía el rostro colorado, sudaba, se le notaba en la camiseta, reía; a veces levantaba la cabeza y miraba al cielo, como si agradeciera algo; bajaba la cabeza y miraba el piso, sus pies, que se movían como sapos en medio de brasas.
Nosotros no lográbamos ver el interior del local. Desde donde estábamos sólo veíamos a un hombre con saxofón que, igual que nosotros, movía los pies al ritmo de las tarolas, de los bolillazos y del sonido agudo de las trompetas.
Todos, gracias a la marimba, nos habíamos dado una pausa. Cuando los integrantes dieron fin a la pieza, con un redoble de tambor, los bailadores se tiraron sobre la banqueta, al lado de sus mochilas, pusieron sus manos sobre la nuca y, agotados, pero satisfechos, como si hubiesen hecho el amor, cerraron los ojos. Sus respiraciones hacían que sus pechos se inflaran como si fuesen un fuelle de vulcanizadora.
La niebla, también, ya volaba, igual que los pájaros, a otro cielo. Se había disuelto, con la misma discreción que se había disuelto el sonido. Ahora todo estaba en silencio, apenas se oía los pasos de una mujer que, en la esquina, cargaba una bolsa. El barrendero abandonó su posición de descanso y comenzó a barrer un tramo de la calle, movía su escoba de un lado a otro. A Mariana le dije: “¡Oí, oí!” y Mariana dijo que sí, el barrendero silbaba, la misma tonada que hace rato había sonado magistralmente en la marimba.