miércoles, 6 de enero de 2016

MIÉRCOLES DE DOLORES




El 5 de enero fui al panteón municipal. Ese espacio me crea un sentimiento ambiguo, por un lado leo los nombres en las lápidas y sé que todos ellos que fueron ¡ya no son!, y eso me crea cierto desasosiego. Sé, por ejemplo, que ahí están los restos mortales de mi papá; y por otro lado siento un gran sosiego al caminar por la calzada central que está enmarcada por cipreses, cipreses viejos que ya estaban ahí cuando, en la primaria, a los alumnos nos llevaban a rendir honores en la tumba de Belisario Domínguez. Ahí también está concentrada la vida; es decir, ese espacio concentra la luz y la sombra infinita de los seres humanos. Caminé con pasos lentos, porque la prisa estaba afuera. Caminé sin dirección fija. Ese caminar aleatorio me llevó, sin darme cuenta, frente a la tumba de doña Lolita Albores, quien fue cronista de Comitán. Recordé entonces que falleció un seis de enero. ¿De qué año? No lo sé.
En cuanto dejé el panteón subí a mi auto y fui a la calle donde está la casa que ella habitó. Bajé del carro y, desde la banqueta de enfrente, durante un buen rato, estuve viendo su casa. Vi el balcón donde estaba su habitación, el que está al lado de la breve puerta de entrada. ¿Cuántas veces toqué su puerta y ella me dejó entrar? En realidad, pocas veces estuve con doña Lolita, pero esas pocas veces las recuerdo con emoción y alegría. Recuerdo que una vez un grupo de amigos le preparó un homenaje en el Teatro de la Ciudad (en el vestíbulo hay una placa que recuerda tal acto). En esa ocasión, doña Lolita, con humildad, preguntó por qué era objeto de tal reconocimiento. Alguien le dijo que era lo menos que los comitecos podíamos hacer por alguien que había dado tanto. Ella se abrumó, pero lo cierto es que doña Lolita era una auténtica comiteca y medio mundo que la conocía la adoraba y disfrutaba de su compañía. Claro, como no era monedita de oro, había un grupo de personas que no la veía con afecto. Una de estas personas siempre decía que cómo era posible que nuestra cronista fuera una mujer que decía puras leperadas y que lo único que nos había legado eran sus discos malcriados. ¡No era monedita de oro! Si uno escucha sus discos “malcriados”, si los escucha con oídos no prejuiciados, encontrará la picardía característica de nuestro pueblo. Lo mismo puede decirse de algunas páginas inolvidables de los libros de otro inolvidable comiteco: Armando Alfonzo. Debe haber personas que tampoco valoran el legado de don Armando. Se sabe que algunas personas tratan de no verse muy seguido al espejo y con tintes tratan de borrar las canas y con cremas tratan de disimular las arrugas; les da pena ver su rostro verdadero y encontrar ciertas imperfecciones que, bien vistas, no son más que la marca de la vida. ¿Qué seríamos sin esas huellas? Doña Lolita y don Armando fueron dos de nuestros mejores espejos: nos enseñaron nuestro auténtico rostro, uno sin afeites, sin mojigaterías. Lo hicieron con un desparpajo lleno de vida.
En otros lugares de Chiapas, pongo dos como ejemplos: Villaflores y Tuxtla Gutiérrez, he escuchado a personas que recuerdan a doña Lolita con gran admiración. De igual manera, en este pueblo, su pueblo, hay muchos que la recordamos con mucho cariño y aquilatamos todo lo que nos legó.
Estuve buen rato frente a su casa y supe, perdón, que ella está más ahí que en el otro espacio. Su tumba, vuelvo a pedir perdón, no me dijo nada; en cambio, al ver el balcón de su casa recordé su risa que era espontánea, como de guajolote a mitad de la majada, de una majada llena de sol y de aire. El mismo sentimiento me sucede cuando voy a la tumba de mi papá. Lo siento más a mi lado que adentro de ese hueco debajo de la lápida.
Fui el cinco de enero al panteón y caminé sin rumbo fijo. Cuando vine a ver estaba frente a la tumba de doña Lolita. Fue cuando recordé que doña Lolita murió un seis de enero. ¿De qué año? No lo sé. ¿Importa?