viernes, 22 de enero de 2016

LECCIONES NO APRENDIDAS




Nunca lo aprendí, nunca entendí las lecciones que la vida me ponía frente a mi cara todos los días. ¿Por qué a Juan, que era un niño rico grosero y prepotente, Santa Clos le traía una retahíla de juguetes y a Mario, que era un niño bien portado, humilde y servicial, el tal Santa nada le traía la noche buena?
¿Por qué Alfonso, quien siempre fue el más bobo de la clase, ahora trabaja en la Secretaría de Salud en una Dirección y Josué, quien siempre sacó dieces en todas las materias y obtuvo la beca de excelencia durante toda la secundaria, ahora, ¡con qué trabajo!, tiene un puestecillo de segunda?
Nunca lo entendí. Así como ahora mi esposa no entiende por qué yo no tengo un mejor trabajo. Ella dice que hable con Juan José, quien fue uno de mis mejores amigos en la infancia y ahora es Diputado Federal. “¿Por qué no le pides que te ayude? ¿No ves que a Miguel sí lo apoyó y ahora Miguel tiene una casa bien bonita y un carro del año? El otro día, Malena me mostró las fotografías de su último viaje a Disneylandia. ¿Y nosotros? Tiene muchos años que no salimos de vacaciones. Ya nuestros hijos se hicieron grandes y jamás les cumpliste la promesa de llevarlos a la playa. Me da coraje que seas tan sin ambiciones. Lo vuelves chiste cuando dices que no pasas de Chacaljocom, pero es cierto: ¡no pasamos de Chacaljocom, porque nunca tenemos dinero!”. Y cuando vomita su rencor y coraje, cambia el tono y, como si fuese súplica, me dice que deje a un lado mi soberbia y que pida una cita con el Diputado, que le lleve una bolsa de café y, sobre todo, que le lleve el álbum de fotos donde aparecemos durante los viajes que hicimos a Los Lagos, viajes a los que nos llevaba mi papá, en la vieja Willys que tenía. Ella recuerda que en ese tiempo, Juan José con trabajo tenía para un par de tenis. “Tu papá le daba para que fueran al cine, tu mamá lo invitaba a cenar casi todos los días”, insiste. Y cuando estoy a punto de preguntarle cómo ella sabe todo eso, me dice que mi mamá le ha contado que la mamá de Juan José trabajaba como sirvienta en la casa de mi madrina Herlinda, que, en varias ocasiones, mi mamá tuvo que prestarle para que ella comprara los útiles escolares de Juan, porque ni para eso tenía. ¿Cómo, si su papá era un pobre albañil? Claro, dice que yo no debo recordarle nada de eso. Cuando él me dé un abrazo y me diga que me siente en el sillón de cuero, en su oficina, yo debo decirle que le tengo un regalo y darle el álbum donde debo llevar copias de todas las fotos (debo poner al principio, dice ella, la foto donde estamos él y yo, abrazados y tenemos como fondo el Lago de Montebello). Poco a poco, me dice, debes bajarle sus defensas de político y hacer que renazca el afecto que se tuvieron, seguro que conforme vea las fotografías se irá sintiendo cómodo y verás que cuando menos lo pienses, ya están riendo y él diciéndote que tú fuiste su mejor amigo y que tus papás siempre lo atendieron bien. En ese momento, debes contarle de tu situación y, como amigos que son, pedirle que te apoye, en recuerdo de los buenos tiempos y en recuerdo de éstos, en los que te sientes orgulloso de lo que él ha logrado. Ella dice que debo decirle dos o más veces que me siento orgulloso de su amistad y de que basta una palabra suya para hacer que mi (nuestra) situación económica cambie. ¿No quieres que tus hijos, igual que los de él, estudien en una buena escuela?, me pregunta y yo no sé qué contestar. ¿Cómo decirle que no soportaría un rechazo de parte de él? ¿Cómo decirle que el otro día lo hallé en un mitin político y, contra mi costumbre, me deslicé entre la multitud hasta alcanzar la primera fila y él me vio y cuando yo vi que me veía alcé la mano y sonreí y él alzó también el brazo y saludó y vi que venía hacia mí y yo, feliz, esperé su llegada, pero él se acercó a saludar a una muchacha que estaba dos lugares a mi derecha? El diputado estiró su pescuezo y saludó de beso a la muchacha que, igual que todos los demás, estaba detrás de la valla que siempre ponen en el parque cuando viene algún político de relevancia. Yo cambiaba de colores, pero nadie se dio cuenta. Cuando el diputado terminó de saludar a la muchacha, vio hacia la muchedumbre, alzó el brazo y sonrió. En ese momento (pero esto no puedo decírselo) dije: ¡Juan José!, y él me vio. “¿Alejandro?”, dijo él, con cara de asombro. “¿Alejandro, eres tú?”. ¿Qué iba a decir? Dije que sí, sí, soy yo y sonreí. “Alejandro, es increíble”, dijo él y volvió la mirada hacia el palacio, alzó el brazo, como si alguien lo llamara y dijo, ya caminando, ya corriendo: “Llámame”. Iba a decirle que sí, pero escuché que la muchacha que estaba a mi derecha, recargada sobre el barandal de la valla, dijo: “Sí, te llamo en la noche”. La multitud levantaba unas banderitas de papel de china.
Nunca lo aprendí. Jamás he entendido las lecciones que la vida me pone frente a mi cara. Juan José, igual que Alfonso, siempre fue el más bobo en el salón de clase.