lunes, 18 de enero de 2016

NOTA PARA VIAJEROS




Si algún día (ojalá) llegan a Comitán, hallarán este letrero. Lo hallarán en el portal que está frente al parque central. Está colocado en la parte superior de la puerta de acceso al local. Corresponde al anuncio de un restaurante de tradición en el pueblo: “Acuario”. Su propietario es Alex, que tiene más de mil años en el oficio (es una exageración que pretende ser un elogio). Cualquiera de ustedes podrá pensar que al letrero (con letras de madera) se le cayeron las dos letras finales (o una, en caso de que la palabra deseada fuera Restaurant). ¡No! No es así, permítanme decirles que en Comitán, en muchos casos, a los restaurantes se les nombra así: Restaurán. (En todo caso, ya se dieron cuenta que le falta la tilde); hay, incluso, algunas personas que dicen: Restorán. Los jóvenes juegan con esta palabra y la convierten en sinónimo de “Un resto” (que se aplica, ¡ay, Dios mío!, cuánta vuelta, como sinónimo de bastante). Por ejemplo, si la muchacha bonita, en el parque de San Sebastián, comiendo una paleta de chimbo, pregunta: “¿Me querés?”, el chavo, comiendo un jocote encurtido, dice: “Clarines, te quiero un restorán”.
Para los comitecos este letrero es cotidiano. La gente pasa y no lo ve con atención; la gente entra al restaurante, pide la carta y elige un platillo. Nadie (¡Por el amor de Dios!) piensa por qué ese restaurante se llama Acuario. Perdón, hay alguien que sí reparó en tal detalle: mi sobrina Pamela. ¿Les cuento? Ella y yo íbamos al Teatro de la Ciudad, íbamos a ver una función de títeres (a ella le encantan los títeres, bueno ¡a todos los niños les encantan!). Caminábamos tomados de la mano. Platicábamos ya no recuerdo qué, pero sí recuerdo que íbamos contentos, apresurados porque ya estaba por iniciar la función, pero contentos. De pronto, ella se paró (¿Cómo, Dios mío, vio hacia arriba? No lo sé) y me preguntó: “Tío, ¿qué pasa con los pececitos cuando restauran un acuario?” Iba a preguntarle a qué venía esa pregunta, porque era como si, un segundo antes, platicáramos de dinosaurios y luego pasáramos a platicar de delfines, pero yo también vi hacia donde ella había mirado y entendí. Claro, ella había leído de manera correcta el letrero: Restauran Acuario. ¡Nada!, dije, los pececitos siguen en sus jaulas de cristal, porque los llevan a otra parte, mientras terminan de hacer las adecuaciones al local. “¿Este acuario tiene pirañas, tío?”. No, no creo (pensé que tal vez sí tenía mojarras, pero me dio pena decirle a Pamela que las sirven fritas con rodajas de cebolla), no, pirañas ¡no! Ya habíamos llegado a la puerta del teatro, una señorita con blusa roja me pedía los boletos para dejarnos entrar; ya habíamos entrado al vestíbulo, cuando mi sobrina siguió con sus preguntas: “¿Tiene delfines?” No, ¡cómo crees! “¿Entramos al acuario cuando salgamos de la función de títeres?”. No. Si lo están restaurando no hay nada qué ver. “¿Entonces, por qué había gente adentro?”. De pronto no supe qué decir, el juego estaba entrando a un terreno pantanoso. Me sentí como un bobo. Era tan fácil decirle que el letrero estaba mal escrito y que eso era un restaurante. Pero, a la vez, me sentía contento, porque ella y yo jugábamos con la ilusión de que, como en lugares cercanos al Sena, en París, en Comitán había un acuario frente al parque central. Ya habíamos elegido nuestros lugares y esperábamos (junto a cien personas más) el inicio de la función; ya habían dado la segunda llamada, segunda. Pamela me preguntó si yo había estado junto a un delfín alguna vez en mi vida (Quise bromear, pero no lo hice, porque cuando estudié en la Ciudad de México había una serie de autobuses urbanos que se llamaba “Delfines”, pero no lo hice porque era un chiste para viejos). No, dije, nunca. Pamela me contó que ella sí había estado en un acuario, en un viaje que hizo a Miami y que había estado frente a un delfín, que éste había pegado su trompa al cristal y que ella había avanzado su mano para tocarlo. Había tocado el cristal, pero el animal sonrió, como si hubiese sentido la calidez de la mano de ella. “Los delfines son muy inteligentes”, dijo, me vio muy seria y luego agregó: “Tú eres inteligente, pero muy bobo. ¿Qué no ves que el letrero tiene errores?”, y rio. Yo me ruboricé. Ya una voz en off decía: ¡Tercera llamada, tercera, comenzamos!