martes, 26 de enero de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN FERRARI




Estábamos en el parque de San Sebastián. Ellos, mis amigos, hablaban de carros. Yo (un poco sintiéndome mujer, de esas que odian el fútbol, autos y todo lo demás que apasiona a los hombres) leía una página de “Los cachorros”, de Vargas Llosa. Mario lanzó la pregunta, en general: “¿Cuál es la mejor marca?”; Romeo bromeó, dio una fumada a su cigarro y dijo que Raleigh. Ah, pues sean serios, dijo Mario, ya, sin bromear, ¿cuál creen que es la mejor marca? Rafael se paró y dijo que Ferrari. Todos estuvieron de acuerdo. Como yo estaba sin estar, Mario me dijo: “Vos, ¿qué decís?”, dije que sí, que era obvio, llevé mis manos al cuello de la camisa e hice un movimiento de guajolote esponjado y dije que no podía ser de otra manera, Ferrari era una marca italiana y, por si no lo sabían, Molinari era un apellido italiano, de caché, no como el Pérez (y quedé viendo a Romeo) que es meramente mexicano (estas dos últimas palabras las dije con tono de Pedro Infante en la película Tizoc). Ah, qué mudo, sos, dijo Mario, pero luego dijo que sí, que el mejor auto del mundo era un Ferrari y que él no iba a tener otro auto que no fuera de esa marca. “¿Y con qué ojos divina tuerta?”, bromeó Arturo. Ah, pues, por eso voy a ganar en dólares. Y lo vimos cerrar los ojos e imaginar su sueño, que nosotros sabíamos bien cuál era: trabajar en la NASA. Era un sueño, pero él no lo veía inalcanzable y nosotros lo apoyábamos porque sabíamos que era un genio para la matemática y un experto en mecánica. Mario aún tenía cerrados los ojos cuando el vendedor de raspados de nantze y salvadillos con temperante estacionó su carrito a nuestro lado y ofreció sus productos. Mario abrió los ojos y Arturo, poniendo las manos al frente como si fuese un monje, dijo: “¡Es una señal! Dios ya te mandó tu Ferrari comiteco”. Todos reímos. Yo acababa de leer, en el libro de Vargas Llosa, la siguiente frase: “Todavía llevaba pantalón corto ese año”. Y pensé que nosotros éramos como protagonistas de su novela, porque, si bien no llevábamos pantalones cortos, éramos muy jóvenes, con todo el porvenir a la distancia. Nadie tenía asegurado el futuro, ni sabíamos bien a bien qué estudiaríamos, la única certeza es que era el último año de la prepa y queríamos irnos a México (en ese tiempo todo mundo estudiaba en la Ciudad de México. Aún no había la retahíla de universidades que existen hoy). Soñábamos con dejar la casa y volar por otros cielos. ¿Qué estudiaríamos? No lo teníamos muy claro. Con excepción de Mario, todos los demás andábamos en la cuerda de la indefinición. Yo leía, leía mucho, pero no sabía que eso podía ser una profesión. No lo sabía. Qué pena.
Por lo regular, los de la palomilla siempre andábamos chanceando, pero esa tarde del salvadillero, noté (no sé cómo, ni por qué) que algo cambió en nosotros. De pronto, el silencio se hizo, fue un silencio como de templo en viernes santo. Nadie dijo algo. Mario volvió a cerrar los ojos; Romeo sacó de la bolsa de la camisa la cajetilla de cigarros y buscó uno, como si eligiera uno entre todos, sabiendo que todos eran iguales; Arturo me vio y alzó los brazos como si me hubiese preguntado algo y yo no supiera qué decir. Mi reacción fue regresar mi vista al libro y hacer como que leía. No pasé de la frase: “Todavía llevaba pantalón corto ese año”. Quien, como si aventase una piedra, quebró el cristal del silencio, fue el salvadillero: “¿Entonces, qué, jóvenes? ¿Un salvadillito?”. Mario abrió los ojos y dijo que sí, que ese era su primer Ferrari, se levantó y, sin despedirse, cruzó el parque y se fue por la subida de San Sebastián. “¿Por qué se enojó éste?”, preguntó Romeo. Nadie dijo algo. Yo sabía, pero nada dije, tampoco.
Ayer estuve en el parque de San Sebastián y vi un carrito de raspados, con sus llantas de bicicleta y con su toldo de plástico. Recordé el Ferrari y sonreí. Arturo tiene una camioneta Ford, modelo dos mil cinco, ya medio viejona; Rafael (quien ahora es gerente de la fábrica que le heredó el papá) tiene un BMW y una tarde que comimos en el restaurante “Tono Gallos” me dijo que esa era una buena marca y recordamos la anécdota del Ferrari; a Romeo lo veo de vez en vez, lo veo caminando o sobre el autobús urbano, desde la ventana me dice adiós y sonríe. Hablando de autos yo tengo un Tsuru, modelo 2002, aún da batalla (Como nunca tuve predilección por los autos, digo, en descargo, que tengo cientos de libros, miles). ¿Qué pasó con el del Ferrari? Mario se inscribió en la Facultad de Ingeniería, en la UNAM; y luego supimos que fue a hacer un posgrado en una universidad de los Estados Unidos de Norteamérica, cuando María nos dijo que había obtenido una beca todos dijimos que ya estaba cerca de la NASA. Ahora busco su nombre en la computadora, pongo NASA en el buscador y me paso las horas de las horas viendo si por ahí aparece. ¡Nada! Pregunto con los amigos y todos me dicen lo mismo: Se lo tragó la tierra. Nadie sabe algo de él. Ni con quién preguntar. Si ahora me lo topara le preguntaría si consiguió su sueño, pero cuál, de verdad, fue su máximo sueño: ¿El Ferrari o la NASA?