lunes, 15 de abril de 2019

ÁRBOL DE FRUTOS AMABLES




Los niños jugaban todas las tardes. Colocaban una mesa de madera en el patio, al lado de la barda. La mesa era un poco endeble, siempre quedaba chueca, con una ligera inclinación, pero como los niños eran delgados y siempre estaban descalzos, la mesa los soportaba. Los niños trepaban a la mesa para ver la calle, a través de las hendijas de la celosía. En esos tiempos no había llegado la televisión, así que su diversión era esa: Ver la calle a través de la celosía.
La televisión (decían) era como el cine, en la pantalla se veían montañas, carreteras con carros veloces, gasolineras solitarias en medio del desierto, vaqueros cabalgando en las praderas que eran territorios de indios apaches, altos edificios de Nueva York, trasatlánticos en el mar, bañistas en bikini, hombres peleando en las cantinas o recogiendo las redes de pescar. La televisión mostraba escenas de muchas partes: mujeres africanas con los pechos desnudos, bailando alrededor de una fogata; esquimales desplazándose en trineos en las superficies heladas; hindúes trepando a la parte alta de los trenes; franceses tomando café mientras escuchan al acordeonista debajo de un árbol sin hojas; mexicanos bebiendo tequila en medio de mariachis; argentinos comiendo un asado en un patio lleno de árboles; norteamericanos comiendo un hot dog en una avenida llena de rascacielos. Lo que los niños veían a través de la celosía era más modesto, mucho más sencillo, pero era una manifestación de vida. La celosía, de igual manera, era bella y sencilla. Era uno de los grandes prodigios de la arquitectura popular. Triángulos hechos con ladrillos, recostados, sueños isósceles.
Los niños miraban lo que sucedía en la calle, escuchaban (de primera mano) los sonidos de la calle. Reconocían los pasos de la abuela, después del rezo; escuchaban el grito del nevero y bajaban de la mesa, corrían a la sala y pedían una moneda al abuelo; oían el silbato del afilador y avisaban a la abuela. Por la celosía se colaba el viento que despeinaba sus cabelleras y les echaba un vaho de frescura; por la celosía miraban al Chepe que, todas las tardes, metía sus manos debajo de la falda de la Minga, quien dejaba en la banqueta la canasta con pan, y cerraba los ojos y acezaba como si fuera una gata ronroneando.
No importaba que hubiese mucho calor (era un calor afectuoso) o estuviera lloviendo a cántaros. Los niños trepaban a la mesa y oían cómo el agua de lluvia carrereaba afuera. En el patio (donde ellos estaban) el agua caía a chorros, pero el sonido era monótono; en cambio, en la calle, el agua se volvía como caballo y cabalgaba hacia abajo, cada vez el trote era más escandaloso, como si en cada esquina se uniera un grupo a la cabalgata fenomenal. ¡Ah, qué tropel tan fastuoso! Los niños escuchaban la algarabía del agua y chapoteaban sobre la mesa. Ellos (a diferencia de los demás niños) no aventaban barquitos de papel al agua. Ellos, desde su altura, hacían avioncitos y, por encima de la barda o por en medio de los huecos de la celosía, los aventaban para que cayeran sobre el río fantástico que corría frenético. Tomaban los avioncitos con sus dedos pulgar e índice, lo llevaban hacia atrás y luego los soltaban. Los avioncitos, de inmediato, se abrían como si fueran paracaídas, por la fuerza del aguacero, y caían como pétalos enormes a la corriente y ahí, ¡mantarrayas de papel!, navegaban hasta desaparecer en la boca de una alcantarilla abierta.
Los tres niños cumplieron su destino. Uno de ellos estudió arquitectura, el otro fue a la Ciudad de México y se convirtió en director de documentales, y el tercero se hizo escritor. Si alguien (en entrevista periodística o en plática de amigos) preguntara acerca del origen de su vocación, cada uno de ellos, sin dudar un instante, diría que lo pepenó a través del hueco de una celosía hecha con simples ladrillos.