lunes, 1 de abril de 2019

NO ENTRY




Vi el letrero y me acordé de Milo. Él se llamaba Hermilo, pero de cariño le decíamos Milo. Así le decíamos, sus amigos. Los otros, los que no lo miraban con afecto y se burlaban de él, porque era medio choroco, por un defecto que tenía en los dos ojos, lo albureaban, porque el trato afectuoso que le dábamos permitía el juego sicalíptico. Lo menos que le decían era “Milo juegas”, de ahí en adelante el juego era más perverso.
Y digo que me acordé de él, porque una tarde que, en un viaje de paseo, habíamos ido al cine, a Plaza Universidad, en la Ciudad de México, nos topamos con un letrero que tenía la indicación “No Entry”. Yo no sabía inglés, pero él tenía cierto conocimiento y con su brazo izquierdo detuvo mis pasos y dijo: “No pasi”. Yo, como en película cómica mexicana, entendí lo que él decía, no tanto por la palabra, sino por su brazo como tranca. Desde entonces, bromeábamos con la palabra. Una vez, en Comitán, ya cuando estudiábamos el bachillerato, nos detuvo un agente de tránsito e indicó que debíamos circular hacia la izquierda, porque la calle estaba cerrada. Milo dijo que no había pasi. Reímos. El agente pensó que nos burlábamos y tocó su silbato apurándonos y casi casi advirtiéndonos que si no avanzábamos nos infraccionaría.
De la palabra inglesa Entry pasamos a la palabra castellana inventada por Milo: Pasi y así, todo lo que empleaba paso lo volvimos pasi. Milo, en el salón, oscuro, húmedo, de la escuela secundaria, se paraba sobre el estrado del maestro (¡claro!, a la hora que no estaba él) y, colocando los dedos pulgares sobre su vientre, imitando al maestro que los metía en las bolsas de su chaleco, decía: “Muchachis, lo que debin hacir en la vidi es ir pasi a pasi.” Esa (¡claro!, sin la i) era la prédica continua del maestro: Debíamos construir nuestro porvenir ¡paso a paso!, sin apuro, pero sin renuncia. Todos los compañeros festejaban la imitación de Milo, menos los que lo albureaban. Uno de estos últimos, para jorobar a Milo y para congraciarse con el maestro, fue de informante y, una mañana, sin darnos cuenta, el maestro se paró detrás de la puerta y escuchó la imitación de Milo. En cuanto nuestro amigo terminó y la mayoría de alumnos rio a carcajada limpia, el maestro empujó la puerta y, con los pulgares adentro de las bolsas del chaleco, barrió con su mirada severa a todo el grupo y se detuvo en el rostro de Milo que, choroco, tardó en darse cuenta que el maestro estaba ahí. Cuando Milo lo vio, sintió que en el suelo se abría un gran hueco, pero que no lo ayudaba a desaparecer. La cara de Milo comenzó a transformarse: tomó una coloración de achiote y sus ojos se fueron cerrando, lo que hizo que su cara fuera como un sol de verano, pero sin el estrabismo de todos los días. El silencio era impactante. Tal vez uno o dos se codeaban, pero lo hacían en absoluto silencio. Todo mundo estaba expectante: ¿Qué castigo le impondría el maestro a Milo? Milo retorcía sus manos, sin atrever a moverse, estaba clavado en el piso como estaca, en espera de la recriminación del maestro, quien dio dos pasos hacia él, le colocó una mano sobre el hombro, esbozó una sonrisa y preguntó: “¿Por qué a todo le pones i?” La sangre de más abandonó su cara y regresó al lugar de origen. Vimos cómo Milo recuperó su alma, mientras el maestro veía a todo el grupo y decía: “Ya lo dijo Hermilo, lo que deben hacer en la vida es ir pasi a pasi.” Y volvió a reír, ahora con una sonrisa franca, abierta, de guajolote contento.
Cada vez que me topo con un letrero que dice: “No pase”, traduzco de inmediato: “No pasi”. Sonrío. A veces mis acompañantes se extrañan. Si ellos son de confianza les platico la anécdota, si son ajenos los dejo con la duda; no dejo que entry la dudi.