miércoles, 17 de abril de 2019

MAÑANITAS EN SAN CRISTÓBAL




Ayer fue su cumpleaños. Cumplió más de cien. Los cumplió en ausencia. Yo, porque él nació en San Cristóbal de Las Casas, decidí viajar a aquella ciudad para cantarle las mañanitas, para pararme en una banqueta del andador de la Real de Guadalupe, mirar el cielo (que ayer estaba limpio, azulísimo) y cantar, en voz baja, pero a gritos emocionados, sus mañanitas.
Él no me cantaba las mañanitas; él, cuando era mi cumpleaños, cargaba un tocadiscos portátil, lo ponía frente a la puerta de mi recámara y yo escuchaba las mañanitas cantadas por Pedro Infante. Así todos los años. Él no era cantor, sí era ¡chiflador! Chiflaba a todas horas. Siempre, a la hora que realizaba cualquier trabajo, lo veía, chaparrito, arremangada la camisa, abrir tantito los labios para soltar un vientecito que se volvía un silbido quedo de tiuca alebrestada. Cuando yo estaba en mi cuarto y él deseaba algo me silbaba. Me acostumbré a ese llamado. Ahora sigo pensando que era una forma muy afectuosa de llamar a alguien. No hubo gritos en casa (bueno, a veces hubo, muy pocas veces. Cuando se molestaba por algo que yo había hecho mal). Silbaba. Fue un chiflador nato. En la consola grande ponía un disco con música de acordeón y silbaba las melodías. Lo recuerdo en el sillón, con los ojos cerrados, silbando “Vereda tropical”.
¿Por qué me ponía las mañanitas de Pedro? Tal vez porque el 15 de abril de 1957 todo México se paró un segundo al conocer la noticia de la muerte de Pedro. En ese tiempo no había redes sociales, pero la patria se enteró casi al instante por las transmisiones de radio. Tal vez me ponía las mañanitas de Pedro porque 1957 fue el año de mi nacimiento, el mismo mes de la muerte de Pedro; tal vez porque él cumple años el 16 de abril, un día después de la muerte del cantante y actor. O tal vez, simplemente, porque la voz de Pedro se le hacía la más bella para que su hijo recibiera las mañanitas.
Y yo, tal vez, soy menos modesto. Desde siempre pensé que la mejor voz para cantarle sus mañanitas era la mía. Y esto lo pensé porque cuando sus amigos llegaban a la casa y tomaban la copa (varias) y comían la botanita, él, muy chento, me llamaba, hacía que subiera a una silla y desde ahí, ¡cantara!, como si estuviese en el escenario de Bellas Artes. Yo, mientras cantaba, miraba su orgullo en la mirada, miraba cómo su pecho se hinchaba lleno de orgullo. Tal vez imaginaba que yo iba a ser un cantante tan famoso como Pedro. No lo sé. Recuerdo que tenía buena voz, pero ahora de aquel chorro de voz sólo me quedó un chisguete.
Fui a su pueblo natal y lo caminé. Pasé por las casas de los amigos y familiares, patios y estancias que lo recibieron con cariño: la casa de mi tío Fernando, la de mi padrino Ramiro, la de mi tía Lolita, la de las hermanas Molina Molinari. Por ahí, frente a la casa de su hermana Carmelita, la de los ojos tiernos y corazón de hierbabuena, cerré tantito mis ojos y recé el Padre Nuestro, ¡claro!, lo recé diciendo Padre mío. Padre mío que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, por siempre, por siempre.
Ayer fue su cumpleaños y como lo he hecho todo el tiempo, me subí a la silla de madera y desde ahí le canté sus mañanitas y lo vi tomar su copa y sentirse chento y tal vez pensar que yo podía llegar a ser tan famoso como el famoso de Pedro.