jueves, 18 de abril de 2019

CARTA A MARIANA, CON TAMBORES EN FORMA DE ALAMBIQUE




Querida Mariana: Martha me contó, hace muchos años, que en África hay un poblado que se llama Marimba; me contó que un tío suyo bautizó a una de sus hijas con ese nombre tan sonoro: ¡Marimba!
Olvidé lo que Martha me contó en su departamento de la Ciudad de México. En realidad, otros son los recuerdos que conservaba de Martha, recuerdos tan nítidos como si fueran un puesto de frutas recién humedecidas. De Martha recordaba ese puesto donde me mostró sus mejores duraznos, los kiwis y la papaya. Su departamento estaba en lo más alto de un edificio de diez u once pisos. Desde ahí se veía gran parte de la Colonia Roma (creo que el edificio estaba en Campeche, lo digo como mera referencia, no para albur). En más de cuatro ocasiones estuve ahí. Ella había nacido en Chiapas, en algún pequeño pueblo de la Costa, de nombre impronunciable, pero sus papás (por trabajo de él) se trasladaron a la Ciudad de México, cuando ella no tenía más de dos o tres años de edad. Sin embargo, como si fuera un destino o una bendita maldición ella recordaba muchos pasajes de su vida de criatura, en Chiapas. ¿Cómo era posible que recordara con precisión asombrosa la cantina donde su papá, después del trabajo, pasaba a tomar una cerveza, acompañada de un ceviche? ¿Por qué recordaba con exactitud las mesas metálicas, los hombres con sombrero de palma, con el torso moreno descubierto, lleno de sudor? ¿Por qué designio tenía grabado en su memoria los aromas del piso de tierra recién humedecido, los camarones secos, las piguas hirviendo, los meados en la arena, el sudor de la entrepierna de la mujer que permanecía sentada debajo de un ventilador de aspas? ¿Por qué tarareaba con fidelidad extrema la Tortuga del Arenal, interpretada en marimba?
Ahora, después de muchos años de haber coincidido con Martha, volví a toparme con la referencia. En el “Segundo libro de crónicas”, de António Lobo Antunes (sí, António con tilde, recordá que él es portugués), aparece un texto que se llama “Crónica para ser leída con acompañamiento de kissanje”. Lo leí sin el acompañamiento sugerido, porque (según explica Mario Merlino, el traductor) el kissanje es un instrumento musical angoleño, consistente en una pequeña tabla en la que se fijan varias lengüetas metálicas que se hacen vibrar con los pulgares. Mi Paty tiene un instrumento que se llama kalimba, que tiene una gran semejanza con el llamado kissanje. No le hice caso a Lobo Antunes y busqué en Internet un piano suave y con esta música leí su crónica y ahí descubrí las siguientes líneas que me enviaron (en catapulta) al piso de Martha y a su comentario. Lobo Antunes dice: “…la tía Teresa, gorda, enorme, que regentaba una cabaña de putas en Marimba…”
¿Mirás la coincidencia? Martha tenía razón, en Angola hay un pueblo que se llama Marimba. Sí, los musicólogos tienen razón. Los que deseen hallar huellas de la marimba moderna, chiapaneca y centroamericana, deben adentrarse en los mares de Venustiano Carranza y en Guatemala, pero si desean hurgar en el mushuc original deben rastrear en las arenas de Angola.
Cuando leí la línea de Lobo Antunes tuve ánimos de jugar con ella, de decir que la tía Marimba, gorda, enorme, regentaba una cabaña con la puta Teresa; o decir que la tía Puta, gorda, enorme, regentaba una marimba pueblerina; o decir que la tía Pueblo regentaba una puta marimba.
Pero luego pensé que no, que era una bobera. La línea de Lobo me había concedido el privilegio de regresar a aquel departamento en el que Martha y yo y más amigos bebíamos cerveza, fumábamos, charlábamos, bailábamos, subíamos a la azotea a mirar la luna o las luces de los departamentos vecinos, o nos escondíamos detrás de los tinacos para respirar el aire ya enrarecido de aquella ciudad en la que, los chiapanecos, oíamos sonidos extraños: sirenas, pasos apresurados sobre asfalto, arrancones de carros, danzones, pregones, silbatazos de árbitros y de agentes de vialidad, cortinazos, carritos de plátanos asados, mariachi, mariachi. Oíamos muchos sonidos que se encaramaban sobre los grandes edificios y caminaban sobre el hormigón. Extrañábamos nuestra marimba. Por eso, en noches de luna llena subíamos a la azotea y aullábamos nuestros sonidos llenos de nostalgia, y nos emborrachábamos con comiteco y declamábamos el Canto a Chiapas de Enoch Cancino. La luz de la luna se colaba por en medio de nubes grises, de nubes vestidas de smog, e iluminaba nuestros rostros, nuestros corazones, y nosotros, tatarateando entre tendederos, con ropa puesta a secar, gritábamos: “…He de volver a ti, a aquella bendita tierra…”
Posdata: Colgábamos nuestros espíritus en el mismo alambre de calzones y roídas camisetas. Nos secábamos.