sábado, 18 de mayo de 2019

CARTA A MARIANA, CON MODOS DE SENTARSE




Querida Mariana: El licenciado Juan Carlos Gómez Aranda subió esta foto en redes sociales. Es una foto que tiene mil aristas, es de los años setenta. La fotografía está tomada en la Cancha José Pantaleón Domínguez y el equipo es el representativo de la ASESCO (Asociación de Estudiantes Comitecos Radicados en el Distrito Federal). Digo que la foto tiene mil aristas, porque el espectador podrá enumerar mil detalles de mil situaciones: los peinados, los tenis, el banderín, el diseño de los uniformes, la rugosidad de la cancha, las tribunas de cemento, las hormas de los espectadores, las historias personales de los personajes principales, el niño que vende cacahuates y palomitas en bolsas de plástico (desde entonces, ¡uf!), las posiciones de cada uno de los que aparecen en la fotografía (que dice mucho de la personalidad), tanto de los jugadores como de los que están en tribuna y mil cosas más.
Se aprecia que la fotografía fue tomada después del encuentro de básquetbol. Algunos de los jugadores están despeinados, llenos de sudor, otros están bien planchaditos (como que no abandonaron la banca y jamás pisaron la cancha encementada).
Pero yo, querida niña, no comentaré algo de lo dicho. ¡No! Perdón, a mí me llamó la atención algo que es muy periférico en la foto. ¿Sabés qué llamó mi atención? La camaradería que propicia la tribuna. La tribuna la conforma una serie de escalones, a la usanza de las pirámides mayas. Los escalones sirven como asientos; es decir, los espectadores que están en la parte superior buscaron un hueco entre los espectadores sentados y subieron, diciendo ¡Con permiso, con permiso!, porque en esos tiempos había protocolos de decencia. En estos tiempos, los muchachos subirían sin pedir permiso, atropellando a los espectadores. ¿Mirás lo que llamó mi atención? El hecho de que la grada servía como escalera y como asiento. El que se sentaba podía terminar con el pantalón manchado. Claro, los zapatos pepenan chicles, polvo, piedritas, arena y excremento. Cuando un espectador subía dejaba su huella en cada escalón que, insisto, luego servía como asiento. En temporadas de agosto, cuando se realizaban los cuadrangulares en celebración al festejo de Santo Domingo, las tribunas se llenaban y era difícil subir o bajar. Si alguien que estaba arriba tenía necesidad de ir al sanitario debía pedir permiso (los sentados hacían un huequito, con un movimiento de nalgas a la derecha o izquierda) y se apoyaban en los hombros de los espectadores. Nadie se molestaba, era parte de la experiencia colectiva. El regreso implicaba una ruta similar. Esto que, en apariencia podría resultar fastidioso, era un lazo que unía más a la colectividad. Los aficionados al básquetbol de esos tiempos cuentan anécdotas en las que los jugadores terminaron trenzados a mitad de la cancha, porque (es normal) los vencidos no aceptaban con humildad su derrota, ni los vencedores festejaban con humildad su triunfo. Nunca faltó el vencedor que llegó a burlarse frente a la cara del derrotado; nunca faltó el derrotado que puso sus manos en la playera del vencedor y le dijo, algo más o menos como esto: “Pero a los chingadazos sí te gano”, y mientras lo decía soltaba el primer mandarriazo, que era como la campana que daba la señal para que el campo deportivo se convirtiera en un campo de batalla.
Pero esto sucedía de vez en cuando en la cancha. En la tribuna nunca presencié un pleito mayúsculo. Había algunos intentos de batalla entre dos que, como gallitos, se espoloneaban. Los que estaban al derredor se apartaban, con los brazos abiertos, y nunca faltaba el amigo que abrazaba a uno de los contendientes y calmaba los ánimos. El deporte, se sabe, siempre alimenta la pasión y ésta, en ocasiones, se desborda y se manifiesta en forma jocosa, a punto de lágrima o con tintes violentos.
En ese tiempo, debe suceder lo mismo ahora, los juegos eran una experiencia de vida singular, ahí se manifestaba la vida en plenitud. Los gritos impulsaban a los jugadores o eran motivo de chunga. En todas las canchas del mundo hay aficionados que se especializan en decir frases graciosas. Al jugador que fallaba en el enceste lo enviaban a comprar “un peso de puntería” en la tienda de doña Mariana.
Los críticos literarios dicen que las grandes obras se distinguen porque en ellas están contenidas todos los sentimientos humanos. En el deporte, de igual manera, estas características humanas brotan en plenitud. La picardía comiteca era un ingrediente de estos encuentros deportivos. Muchos espectadores disfrutaban, de igual manera, lo que acontecía en la cancha como lo que sucedía en la tribuna.
Si te das cuenta, para ese tiempo, la moda se volvió unisex, porque el pantalón también era usado por las mujeres (pantalones acampanados), pero también era tiempo de una prenda que hizo furor, entre las chicas y los chicos, y causó uno que otro disgusto entre los padres conservadores: La minifalda. Esta prenda, como su nombre lo indica, era breve, por lo regular consistía en un pedazo de tela que dejaba expuesto el ochenta por ciento de los muslos y hacía que cuando una chica se sentaba todo mundo supiera de qué color era su calzoncito. Las chicas que usaban minifalda fueron la vanguardia de quienes ahora se asumen feministas, esas chicas de los setenta fueron revolucionarias, porque no tenían empacho alguno en mostrar sus muslos de escultura griega expuesta en el Museo del Louvre. Ellas nos enseñaron que el cuerpo era una unidad con el espíritu y que los espíritus deben manifestarse en forma libre, así como el cuerpo. Pero acá, en esta foto se aprecia que las chicas visten pantalones (ellas, muy discretas y sabias, reconocían que no era conveniente robarles cámara a las estrellas de la tarde: los deportistas).
Pero no he llegado a lo que deseaba llegar, niña bonita. Lo que quiero que veás está casi casi a la mitad, en la parte superior. Te pido, por favor, que mirés a los jugadores y contés de izquierda a derecha: uno, dos, tres y cuatro. ¿Ya? El cuarto jugador es el güerito que está con los labios abiertos. Se ve que él jugó con intensidad el partido. Él está al lado de alguien que no lleva uniforme, pero que tiene un peinado que lo hace sobresalir entre los demás. Sí, él era, en ese momento, el presidente de la ASESCO (es Roberto Tovar Armendáriz).
Bueno, ahora que ya ubicaste a estos personajes (que me sirven de referencia) te suplico que subás tu mirada y llegués a los otros dos personajes, que son motivo de mi emoción. ¿Mirás a los dos amigos que se abrazan? Uno de ellos está sentado en el último escalón y el otro en el penúltimo, quien está sentado en el último escalón está con las piernas abiertas y quien está sentado en el penúltimo escalón se recarga en el amigo. ¿Mirás? Este privilegio siempre lo permitió este tipo de tribuna escalonada, sin butacas, sin divisiones. Si me exigieras un símbolo de esta época no dudaría un instante, sería la de esos amigos espectadores. La posición era de lo más cómoda. El amigo del nivel superior se recargaba sobre la espalda del otro y éste se apoyaba en el pecho del amigo. Este tipo de tribunas no tenía asientos con respaldo, muchos se sentaban en el último escalón y se recargaban contra la pared, que era una de las paredes del templo de Santo Domingo, pero había otros que acostumbraban sentarse como esta pareja de amigos.
Esta postura habla de un tiempo sencillo. Los años setenta estuvieron marcados por grandes cambios mundiales. Los jóvenes de esos tiempos pepenaron las influencias mundiales que estaban en boga. Los setenta habían recogido mucho de los movimientos sociales de los sesenta. Los Beatles habían demostrado que la música era una posibilidad rítmica diferente y los movimientos sociales exigían paz y amor. La guerra inútil de Vietnam había sembrado un ánimo diferente en la juventud. Los comitecos estábamos muy lejos de Cuba, de París, de Praga; lejos, incluso, de la Ciudad de México, pero ese equipo representativo de la ASESCO vivía una sociedad más revolucionada. Ellos venían y contaban las experiencias vividas en aquella enormísima ciudad, enormísima en todos los sentidos, en extensión territorial, en población y en experiencias culturales. En ese tiempo, la Ciudad de México era el objetivo de los estudiantes comitecos que concluían el bachillerato. El sueño de los futuros universitarios era estudiar en la máxima casa de estudios, la UNAM, o en el Politécnico. Ahora ya no es así.
Posdata: Perdón, niña mía, siempre me voy por lo periférico. En esta ocasión llamó mi atención esa pareja de amigos. Esa postura era muy cómoda y permitía demostrar el afecto. En las butacas del cine o de los teatros o de los auditorios no es posible esta posición amistosa. Esto solamente se logra en graderíos como el de la Cancha Pantaleón Domínguez, que fue el espacio donde se desarrollaban los juegos de básquetbol y que estaba ubicada donde actualmente se erige el auditorio Profesor Roberto Bonifaz Caballero. ¿Cuántos amigos de estos tiempos se sientan así cuando acuden al auditorio? El afecto es infinito, el afecto es por siempre y para siempre.