jueves, 9 de mayo de 2019

CONOCIMIENTO EXTRAVIADO




No aprendimos la lección. Los niños de los años sesenta hacíamos el regalo del Día de las Madres. Sí, lo fabricábamos con nuestras manos. Cuando llegaba el mes de abril, el maestro de la escuela nos decía que elaboraríamos el regalo del diez de mayo y nos guiaba en su manufactura. Durante mi paso en la escuela hice varios obsequios que, sin falta, entregué a mi mamá el día de su día. Los niños de los sesenta cantábamos las mañanitas, abrazábamos a nuestras mamás y les dábamos el regalo que habíamos hecho, especialmente para ellas. Ellas, ¡claro!, humedecían sus ojos y ablandaban sus corazones y nos agradecían todo.
Eran cosas sencillas, actos mínimos.
Cuando salí de primaria y entré a la secundaria los maestros guías de regalos desaparecieron por arte de magia. Como ya no era un solo maestro sino muchos, uno por cada materia, cada uno de ellos exigía el avance de su programa. ¿Cómo perder el tiempo en clase de matemáticas si apenas alcanzaba el año para ver completo el programa de álgebra? ¿Qué tenía qué ver el Día de la Madre con el Día de la Independencia, en clase de Historia de México? Ya no había una clase donde recortáramos papelitos y usáramos resistol. Así que decidí hacer, por cuenta propia, el regalo para darle a mi mamá. Fue, como siempre, un detalle sencillo: Fui a la Proveedora Cultural, compré una cartulina blanca, misma que corté en cuatro pedazos, uno de éstos lo doblé a la mitad y con ello logré un cuadernillo, en cuya portada hice una ilustración y en el interior redacté un textillo sencillo y breve, pero con toda la emoción de hijo agradecido a madre bondadosa.
Dibujé como portada el clásico cuadro de la madre que sostiene a su hijo en brazos, un poco como el cuadro que pintó Picasso, en su época azul, pero que yo convertí en un Picasso de época cubista, porque los ojos de la madre me quedaron chuecos, uno más arriba que el otro, y sus manos eran como guantes de boxeo. Después de hacer el boceto, tomé la caja de colores (cajita de doce) e iluminé el dibujo (siempre me ha gustado esta expresión: ¡iluminé el dibujo! Iluminar un dibujo es un acto supremo de vida.) Cuando terminé el dibujo, abrí el folleto, tracé unas líneas con lápiz y regla y escribí lo que mi corazón dictó, lo escribí con letra manuscrita, clara, legible (nunca he tenido letra fea).
Y la mañana del Día de las Madres, canté las mañanitas, abracé a mi mamá y le di la tarjeta que había hecho especialmente para ella (tal vez acá convenga decir que la hechura de esos regalos significaba un doble placer, porque me entretenía haciéndolos y me satisfacía saber que los hacía para ella).
No sé en qué momento extravié el conocimiento. Un día me encontré en un almacén comprando un chunche cualquiera para mi madre, como hacía la mayoría de mortales en el pueblo.
No aprendimos la lección. Los maestros nos habían enseñado que, para ellas, nada era más importante que un pequeño detalle hecho con nuestras manos.
Los publicistas saben que los seres humanos caemos, muy rápido, en las redes que ellos nos tienden, saben que los seres humanos somos frágiles, y si vemos que en la televisión aparece un anuncio en el que la madre nos dice que desea un teléfono celular, porque con él será feliz, hipotecamos nuestras quincenas con tal de satisfacer ese supuesto deseo. ¿En realidad la madre necesita eso para ser feliz? No lo sé. Yo ¡qué voy a saber! Pero algo intuyo, intuyo que mi mamá fue feliz por un instante, el instante en que yo le cantaba las mañanitas, la abrazaba y le entregaba un detalle hecho con mis manos, un presente único, en el que había destinado horas y horas que fueron exclusivas para ella.
Tal vez mi mamá no recuerde esa carpeta hecha con cartulina blanca. No hay necesidad que lo recuerde. A final de cuentas, las mamás también olvidarán los celulares, los vestidos, los zapatos y los autos. Los hijos también olvidarán el momento en que entraron a la agencia de autos y compraron un beatle para la madre.
Lo que nunca olvidamos los niños de los años sesenta, fueron los momentos que, en un banco de carpintero, colocado en un lado de la cancha, el maestro, con una segueta, nos enseñó cómo calar la hoja de triplay para hacer el servilletero que, un año de hace años, entregamos a nuestras mamás el Día de las Madres.
Por eso digo, ¡qué pena!, nos olvidamos de esa lección. La botamos, como se botan todos los presentes que los hijos regalan a sus madres. Los chunches se desgastan. Todo se desgasta. Es una pena que olvidemos lo verdaderamente perdurable.
Ángel dice que se vale dar presentes a las madres cualquier día del año. Cualquier día, el hijo debe aparecer con un presente: un vestido, un perfume, una flor, una blusa, un par de zapatos, un celular, un auto. A la madre, dice Ángel, hay que sorprenderla en el instante menos esperado, pero el Día de la Madre, dice él, hay que abrir las manos y entregar el corazón, ¡no más, no menos! Eso dice Ángel, tal vez recuerda alguna enseñanza que pepenó en la escuela primaria donde estudió hace cuarenta y tantos años.