lunes, 20 de mayo de 2019

JUGUETES




Soy un convencido: Los regalos alentaban vocaciones, sembraban esperanza. Los papás, de los años sesenta, nos regalaban muñecos que, a veces, eran soldados. Los soldados, para que el juego tuviese sentido, venían en una caja, en dos colores. Había soldados verdes, del mismo color de las aceitunas aún no maduras, y soldados grises, como los cielos cuando amenazan lluvia; es decir, nosotros jugábamos a la guerra enfrentando soldados verdes contra soldados grises. Estos ejércitos, por lo tanto, no tenían nacionalidades, no representaban a país alguno, representaban al ejército verde o al ejército gris.
Sí, los regalos alentaban vocaciones. Los papás regalaban muñecas a las primas. Muñecas que bien podían ser de esas modernas, de plástico, que, al moverlas tantito cerraban los ojos llenos de pestañas y volvían a abrirlos, o muñecas de tela que tenían los ojos fijos, bien abiertos, como sorprendidos, y que, como estaban bordados, no tenían la gracia de cerrarlos.
Los papás hacían una diferencia que hoy se ve como absurda, a los niños nos regalaban soldados, pistolas, sombreros de vaqueros o carros, y a las niñas les regalaban muñecas, casitas que habitaban las muñecas y juegos de té.
Y digo que alentaban vocaciones, porque el juego nos hizo pacifistas. Si ellos, en lugar de regalarnos una pistola de agua o una pistola de fulminantes, nos hubiesen regalado pistolas con balas verdaderas, nuestros destinos hubiesen sido otros.
Imaginen lo que habría pasado si los papás hubiesen regalado, de manera indiscriminada, juguetes al por mayor sin hacer distinción de sexos; es decir, que los niños y las niñas recibieran por igual pistolas, luchadores, carros, muñecas y juegos de té. ¿Lo imaginan? No habríamos reconocido el valor de la diferencia.
¡Claro, los papás vivieron equivocados! Pensaron que a los niños nos salvaban de jugar muñecas, y, por lo tanto, de evitar lo que ellos consideraban desviaciones. No querían hijos raritos ni hijas machorras. ¡Ah, padres nuestros! No supieron que sus decisiones fueron correctas, pero no en el sentido que ellos procuraban.
No supieron que las primas se acercaban a la hora del juego y nos invitaban a jugar a la comidita y nosotros suspendíamos la batalla, dejábamos a los soldados (verdes y grises) en lo alto de una colina llena de arena y nos sentábamos con ellas y les ayudábamos a hacer las tortillas poniendo como molde una corcholata sobre las hojas verdes de los árboles; nunca supieron que, fascinados con los juegos, ellas (las primas) también, a veces, se hincaban al lado nuestro y unas movían los contingentes verdes, mientras otras resguardaban la fortaleza donde se atrincheraban los soldados grises.
Gracias a que ellas tenían juegos de té y nosotros no, supimos que había una diferencia notoria entre ellas y nosotros, diferencias que, a la hora de jugar escondidas, reconocimos como frescas y maravillosas. Porque había juegos (¡bendito Dios!) que no necesitaban juguetes, que tenían como cualidad el mismo juego. Las escondidas era un juego de éstos. Uno de los jugadores se paraba frente al árbol y, con los ojos cerrados, contaba, en voz alta, hasta veinte, mientras los demás corríamos a escondernos por toda la casa (la única restricción era la cocina, porque la abuela lo había prohibido, por aquello de la brasa del fogón).
Los primos (ellas y ellos) abandonábamos a los soldados en el campo de batalla, imponíamos una tregua y corríamos a escondernos. Las primas siempre fueron generosas y, tal como lo veían con los papás, elegían a un primo para, cogidos de la mano, ir a esconderse adentro del ropero, debajo de la mesa del comedor, debajo de la cama de los tíos, o debajo del tapesco de chayotes en el sitio. Ellas, siempre generosas (Dios las bendiga por siempre) se pegaban a nosotros y nos aventaban su vaho caliente en el rostro, hablaban en voz baja, mientras seguían con la mano apretada a la nuestra. Sudaban, sudábamos.
Cuando le tocaba al primo Emilio contar hasta veinte y salir a buscarnos, era como tarde llena de flores, porque él sabía que, por veinte centavos, debía ir al sitio, sentarse en un piedrón y dedicarse a tirar piedritas, durante mucho tiempo, uno, dos, tres… diez minutos. Sabía que debía prolongar la búsqueda el mayor tiempo posible. Nosotros, mientras tanto, adentro de los roperos, debajo de las camas, nos acercábamos a las primas y ellas, ¡Dios sea misericordioso siempre con ellas!, pegaban sus mejillas a las nuestras y nos hacían saber, gracias a su cercanía, que los pechitos ya estaban comenzando a brotar, que aún eran como renuevos de limón, pero pronto, muy pronto, serían espléndidas limas de pechito.
Tiempo después no hubo necesidad de darle la moneda de veinte centavos a Emilio, porque todos los primos nos demorábamos en el juego. Llegó el momento (¡Bendito Mesías!) en que descartamos al buscador del juego. Después de jugar a la comidita y a la guerra, cada pareja se escondía debajo de las camas o adentro de los roperos y jugábamos el mejor juego que jamás se ha inventado. Ellas sudaban, nosotros sudábamos. Era bello sentir esa cercanía, ese aroma de jazmín que ellas expelían. Todo era como un jardín lleno de colibríes.