martes, 7 de mayo de 2019

CUENTO: A LA VUELTA DE LA ESQUINA




Roberta me contó el cuento, bueno, parte de él. Ella y yo estábamos en la cafetería, al lado de una vidriera, viendo la calle. Cuando pedimos dos cafés, pasó un hombre frente a nosotros, con un saco arrugado y un libro debajo del brazo. Se parecía a Woody Allen. Si hubiésemos estado en Nueva York habría jurado que era él, pero estábamos en una cafetería de San Cristóbal de Las Casas. ¿Podía estar de vacaciones, igual que nosotros? No, dijimos. Si fuera él ya todo mundo estaría pidiéndole autógrafos, tomándose la foto del recuerdo, la selfi.
Cuando el mesero dejó los dos cafés sobre la mesa, Roberta tomó un sobre de azúcar, lo vertió sobre su café y me preguntó si había leído el cuento de Eusebio Rubio, el cuento que cuenta la historia de los clones. Hice memoria y dije que no, agregué que nunca había leído algo de ese autor, ¿Eusebio Rubio?, no, no me sonaba.
Roberta probó su café, dijo que estaba rico. Dejó la taza, prendió un cigarro (estábamos sentados en zona de fumadores) y dijo que se había acordado del cuento ahora que habíamos visto a ese hombre que se parecía, brutalmente, a Woody Allen.
¿Qué me contó Roberta? Una historia simple. Roberta dijo que el cuento de Rubio cuenta la historia de un asesinato. Comienza con una nota roja de un periódico amarillista: “Asesinato sangriento. Fue descuartizada doña Elodia Sánchez de Vineiro. Ayer, a las cinco de la tarde con veintidós minutos, la autoridad policial recibió una llamada telefónica anónima: había sucedido un hecho sangriento en la casa marcada con el número treinta y cuatro, de la calle Azucenas y Violetas, de la colonia El pocito. La autoridad se dirigió de inmediato al domicilio citado, encontrándose con una escena dantesca: la citada señora, de ochenta y dos años de edad, viuda, única habitante de la residencia, estaba descuartizada sobre la cama, uno de sus brazos colgaba como brazo de títere y su cabeza había sido colocada sobre el buró, al lado de una estampita de la Virgen de Los Remedios.”
El cuento continuaba relatando que la policía levantó el cadáver y, de inmediato, revisó la cámara de seguridad de la esquina. ¡Bingo! Ahí estaba el rostro del tipo que, a las dos de la tarde con treinta y ocho minutos, había entrado a la casa. El tipo, de guayabera blanca, pantalón negro, lentes oscuros, portafolio de cuero y peinado de raya en medio, tocó el timbre, la señora abrió, lo abrazó y le franqueó el paso. Era alguien conocido. Acercamiento a la imagen, contraste con archivo fotográfico y, ¡oh, sorpresa!, era el hijo único de doña Elodia, gerente de una tienda de electrodomésticos en el centro de la ciudad. El comandante se presentó en forma personal en la tienda y arrestó a Armando Sánchez Sánchez, acusado de asesinato de su señora madre. Él negó los cargos. Se sorprendió ante la noticia de la muerte de su mamá, se desplomó sobre la silla, colocó sus manos en el rostro y lloró.
Al día siguiente, el periódico sensacionalista, a ocho columnas, anunció: “¡Hijo ingrato asesinó a su madre!” y dio a conocer los detalles de las pesquisas.
El supuesto asesino fue condenado. El abogado insistió en la inocencia de su cliente y llevó pruebas antropométricas en las que demostraba que el asesino era diez centímetros más alto y tenía más masa muscular, además, su cliente no tenía el pequeño tatuaje que el asesino mostraba en la mano derecha, tatuaje que era como una araña casampulga.
Once días después, el caso fue sometido a revisión y los peritos determinaron que el abogado de Armando tenía la razón. Armando logró comprobar que a la hora del asesinato había estado en una reunión con clientes de Chihuahua, las cámaras del restaurante comprobaron el dicho y Armando fue inculpado.
¿Quién había sido el asesino, entonces? Los peritos revisaron con mayor atención los videos y descubrieron que, en la base del cuello, había una ligera protuberancia que resultó ser la base de una máscara. El rostro del hijo de la viuda había sido copiado en una impresora en tercera dimensión, con tal precisión que nadie, hasta entonces, pudo haber jurado que el tipo no era el hijo de la asesinada. ¡Era un clon idéntico! Jamás habían visto algo semejante. Hay muchas máscaras que emplean en desfiles que imitan a políticos o actores de cine, pero son trabajos burdos. La máscara que llevaba el asesino calzaba como una media, y nadie, salvo expertos, podía darse cuenta del engaño.
Roberta me tomó la mano y preguntó qué me había parecido el cuento. Le dije que estaba bueno, pero ¡incompleto! Había muchas preguntas sin resolver. ¿Quién, entonces, había asesinado a la mujer? ¿Un ladrón? ¿Había robado sus joyas? No, dijo, Roberta, el asesino nada se llevó. ¿Entonces?, pregunté, ¿fue un caso de venganza? ¿Contra la mujer? ¿O contra el hijo para culparlo? ¿El hijo estaba casado o qué?
Roberta dijo que no recordaba el final. ¿Cómo?, le dije. Sí, dijo ella, solicitando con la mano en alto la presencia del mesero para pedir la cuenta. Me vio a los ojos fijamente y dijo que recordaba el cuento porque le había impactado la posibilidad de que, en algún instante, estuviera frente a alguien que no fuera quien ella creía que fuera.
¿Lo imaginás?, me preguntó. Imaginá, por favor, que en este momento no soy yo, sino otra chica que tiene una máscara de látex que reproduce todos mis rasgos físicos, con tal precisión que no te das cuenta del engaño. ¿Imaginás que alguien suplantara al presidente de la república?
Le dije que el cuento era simple, pero, la posibilidad de suplantar identidades con tal precisión, era algo aterrador.
Ella dijo que no está lejos que el mundo sea así. Dijo que ha visto en documentales que las impresoras en 3D hacen pistolas, ¡pistolas de verdad, como si fueran de juguete!
Pero, ¿en qué terminó el cuento?, volví a preguntar. ¡Ah, no sé, no recuerdo!, dijo, parece que la policía se fue con la pista del tatuaje de la araña y dicha investigación llevó a los agentes a una imprenta, donde trabajaba un muchacho que había sido empleado de Armando. Parece que el asesinato era un acto de venganza, por alguna razón, tal como dijiste, dijo Roberta, a la hora que abrió su bolso y pagó los cafés. En ese momento, a la hora que Roberta se volvió para pagarle al mesero, el hombre parecido a Woody Allen pasó de regreso, por el andador. ¡Era idéntico!
Nos levantamos, cuando caminábamos con rumbo a la terminal de autobuses, Roberta se paró de manera abrupta y dijo: “¡Ya me acordé! A la hora que el comandante le iba a colocar las esposas al muchacho del tatuaje, supuesto asesino, se llevó las manos a la base del cuello y comenzó a quitarse una máscara. ¡No era él, sino era otro!
¿Quién?, le pregunté a Roberta. ¡Ay, no recuerdo!, dijo ella, y me prometió que buscaría el libro donde venía el cuento.
Hasta la fecha no ha cumplido y yo, por más que he buscado un libro de ese autor ¡no lo he hallado!