lunes, 13 de mayo de 2019
CARTA A MARIANA, DONDE SE EXPLICA EL VALOR DEL DINERO
Querida Mariana: Nunca había presenciado algo semejante. Estaba en la fila del banco, leía “Judas”, de Amos Oz, mientras esperaba. De vez en vez levantaba la vista para ver cuántos me precedían en la fila. Éramos, más o menos, doce. Una señora, con una bufanda, se quejaba con otra que tenía gripe y que el aire acondicionado podía agravarla, pero (cosas de la vida) una muchacha con pantalones ajustados se abanicaba con un papel, porque, sin duda, el aire acondicionado no alcanzaba a mitigar el calor que sentía. Yo, igual que la mujer de la bufanda, subí el cierre de mi chamarra, porque, desde siempre, los aires acondicionados me molestan. Me gusta el aire natural, me disgusta mucho lo artificial.
De pronto me fijé en el niño que estaba en la fila, en el momento que lo vi, él estaba en el tercer lugar, a punto de pasar a la ventanilla. Tenía una mano adentro de la bolsa del pantalón, se escuchaba un tintineo, como si su bolsa estuviera llena de monedas. Pensé que los niños de mi tiempo llevaban las bolsas llenas de canicas. Ahora, los niños ya no juegan canicas, juegan videojuegos en sus celulares. Parece que vivimos en un mundo artificial, un mundo en el que los aires tienen que ser acondicionados. Un niño en una fila bancaria no es usual, él tendría seis o siete años.
Seguí leyendo la novela de Amos Oz, escritor israelí. Avancé un lugar. El niño ya estaba a dos de pasar a ventanilla. La mujer de la bufanda estaba detrás de él. Se tapaba la boca con la bufanda cada vez que estornudaba, cada vez estornudaba con más intensidad y frecuencia, como si, en efecto, el aire la estuviera fastidiando de más.
En el libro de Amos Oz leí que en Hagadá de Pesaj (uno de los textos más importantes de la tradición judía) aparecen cuatro hijos: el sabio, el malvado, el simple y el que no sabe preguntar. El niño ya estaba en el primer lugar de la fila, esperaba pasar a la ventanilla. Cerré el libro y pensé si, a la distancia, podía ubicar a este niño en la categoría del libro judío. Ese niño comiteco ¿era un niño simple? ¿Un niño malvado? ¿Un niño que no sabía hacer preguntas? O ¿un niño sabio?
La señora de la bufanda tenía el rostro rojo (tal vez ardía en calentura). Parecía a punto de desfallecer, pero por fortuna, ya estaba a punto de pasar. Vi que la mujer se acercó al niño, le dijo algo y él asintió, se hizo a un lado y le cedió el lugar. Sí, la señora no veía la hora de salir de ese encierro helado que, en lugar de refrescar el ambiente, lo molestaba en grado supremo.
El niño siguió con la mano adentro del bolsillo, desde mi lugar lograba escuchar el tintineo de monedas. Mientras yo leía para distraer el aburrimiento, él jugaba con sus monedas. No le di vueltas al simbolismo, porque, de seguro, saldría perdiendo.
La señora terminó la operación, estornudó, agradeció al niño y corrió en busca de la salida. La vi en la calle, se llevó la mano al pecho. Pensé si ella, de niña, había sido una niña sabia, o una niña malvada o una niña simple o una que no sabía hacer preguntas. Iba a jugar con las posibilidades de acuerdo con su comportamiento en la fila, cuando vi que el niño caminó hacia la ventanilla y dijo: “Quiero comprar un billete de cincuenta pesos” y comenzó a depositar el bonche de monedas que llevaba en su bolsa, sacaba un puño de monedas y lo colocaba en el mostrador metálico. Vi la cara del cajero, tenía una mueca chueca en su boca, pensé que él no había sido un niño sabio y que tampoco había conocido el valor de la pregunta, porque preguntó: “¿Quieres un billete de cincuenta?”. Tal vez de niño había sido un niño sordo. ¿No había escuchado? El niño había dicho que quería comprar un billete de cincuenta. ¡Comprar! Bueno, pensé, si yo hubiese sido el cajero también me habría sorprendido. Jamás había visto que alguien se parara ante una ventanilla y pidiera comprar un billete. La transacción bancaria casi exige la palabra cambio. Los adultos se paran frente a la ventanilla y piden que les cambien un billete de cincuenta por cincuenta monedas de a peso o lo contrario, piden que les cambien ese bonche de monedas por un billete, pero nadie (hasta que lo presencié) pide comprar un billete de cincuenta y lo paga (¡lo paga!) con cincuenta monedas de a peso.
Posdata: El niño, pensé, no era un niño simple, tampoco lo vi como un niño malvado (haber cedido su lugar a la enferma mostraba lo contrario). ¿Era un niño que no sabía hacer preguntas? ¡Al contrario! Entonces se acercaba a la sabiduría. Me encantó el aplomo con que se paró frente al cajero y dijo: “Quiero comprar un billete de cincuenta” y lo pagó con cincuenta monedas de a peso.