miércoles, 1 de mayo de 2019

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




Un gato, un muñeco, un niño, un arriate, flores y un petate. La sombra casi está ausente, salvo en el caso del gato. La sombra del gato es alucinante, porque da rotundez al petate que, sin duda, no fue puesto para él, sino para el niño, para que éste no estuviera sentado sobre el suelo. ¿Alguien puede adivinar la hora en que fue tomada esta foto? Quien diga que es casi el mediodía puede estar en lo correcto, porque el sol cae como espada de Damocles y no proyecta mayor sombra en los demás objetos, incluso en el niño; pero el gato, al levantarse, caminó tantito y dejó que el sol dibujara su silueta. Como siempre sucede, el gato deja su impronta en todo, en este caso, su sombra es como la imagen en un espejo de un puma o de un lince. El gato se mueve con elegancia, con discreción. La escena (todo mundo lo sabe) es un instante después que el niño y el animal sostuvieron un diálogo. El gato ya se despidió, se encamina a otro espacio; el niño, con labios abiertos, emite las últimas palabras, la respuesta a la frase que emitió el gato (cuyo nombre se ha perdido en el sol de los tiempos). El gato, tumbado al lado del murete, platicó con el niño cinco o seis minutos, no más. Se sabe que los gatos, por naturaleza, son de pocas palabras, no se dan con todos. Ambos platicaron y cuando el gato se fastidió le dijo al niño algo como esto: “Ya me voy” (No hay registro preciso que pueda dar verosimilitud a lo acá dicho). Y el niño (quien, por cierto, se llama Miguel García Callejas, y es de un pueblo llamado Nopala, en el estado de Hidalgo) se quedó solo, porque aún no caminaba. Se advierte que balbucea un: “Bueno, adiós”, porque su vocabulario es escaso. Si alguien hubiese dicho en ese momento que Miguel habría de usar miles y miles de palabras al escribir sus crónicas, nadie lo habría creído, y esto es así, porque, cuentan los que saben, cuando alguien dijo que García Márquez iba a ser un escritor, otro dijo: ¡Ah, se le pasará y trabajará en algo productivo!
¿Alcanzan a ver que el niño balbucea un: Bueno, adiós? ¿Verdad que sí?
Los niños son bellos. Este niño, Miguel, igual que los demás niños del mundo, no fuerza nada. Acepta que el gato, su acompañante, se retire, no pone objeción, ni pide que el gato prolongue un poco más su compañía, ¡no! El gato se paró y dijo Ya me voy, y Miguelito dijo: Bueno, adiós. ¡Ah, qué relación tan de sol a mediodía!
Ya no se ve en la fotografía, pero cuando desapareció el gato sin nombre vigente, Miguelito siguió en su conversación infinita. No está el gato, pensó, bueno, pues ahora platico con mi muñeco (la historia tampoco consigna el nombre del muñeco), y le preguntó cuál línea del aire era la más gorda, porque, a pesar de la nube pesada del calor, una ligera hilera de viento asomaba, y el muñeco dijo que la línea más gorda era la que iba enroscada en la panza del león (el muñeco veía así al gato). Y ambos, el muñeco y el niño rieron y la boca de Miguelito mostró un hueco sin dientes, una cueva llena de luz en medio de la oscuridad.
Por esto, tal vez, para que los nombres de los gatos y los muñecos del mundo de Nopala no vuelvan a extraviarse el niño Miguel decidió ser cronista y consigna todas las líneas de aire que, en lugar de asfixiar, dan vida a su pueblo, pueblo en el que tiraban petates a mitad del patio para que jugaran los niños y platicaran con los gatos acerca del misterio del universo.
Los niños, ¡bendito Dios!, juegan y platican, y cuando los contertulios se alejan, ellos siguen jugando con lo que encuentran a su paso: piedras, hojas, muñecos o nubes gordas, gordas, tan gordas como la pasión por descubrir, por vivir.
En la foto no hay más que un gato, un niño, un muñeco, un arriate, unas plantas, un árbol y una sombra, la sombra más bella del más bello animal: el gato, el gato que, aburrido, va a husmear a otro espacio, espacio que no es éste, porque ese gato de nombre extraviado ya no está en este patio de todos los días del niño Miguel. Hoy no rescatamos su nombre, pero sí su sombra, eterna, silenciosa.