sábado, 25 de mayo de 2019

CARTA A MARIANA, CON VESTIDORES




Querida Mariana: En los teatros hay camerinos, lugares especiales para que los artistas se cambien de vestuario y se maquillen. Acá, en esta fotografía, se ve que no todos tienen el privilegio de contar con un espacio especial. Estas muchachas bonitas se maquillan al aire libre. Se colocaban pestañas postizas. Sin necesidad. Tienen ojos bellísimos, pero el mundo es un gran teatro y, a veces, exige un maquillaje de puertas doradas.
He visto películas donde aparecen camerinos de los grandes teatros del mundo, son espacios con muchas candilejas, espejos, sofás, mesillas y sanitarios particulares. Esos espacios, para el artista, tienen la misma importancia que el propio escenario, porque en los camerinos se prepara para la actuación, y (todo mundo lo sabe) la preparación es fundamental para una buena actuación. Un día, por cuestiones de trabajo periodístico, me tocó estar en el camerino de un teatro en Puebla y presencié el movimiento que ahí se da. Había dos maquillistas que preparaban a los actores, pero el actor principal se maquillaba él solo. Debía convertirse en un viejo. Vi cómo, frente al espejo, lleno de focos, se pintó las arrugas con un lápiz negro y luego, con otros colores y con movimientos circulares con el dedo difuminó tantito esas arrugas hasta que quedaron naturales, casi como si formaran parte de su rostro. Al estilo de Marlon Brando, en su interpretación de El Padrino, el actor se colocó dos algodones en las laterales internas de la boca, de tal suerte que su cara tomó una anchura en esa parte y logró que los pómulos se vieran más esmirriados. Cuando los dos actores principales estuvieron preparados (ellos habían concedido la entrevista, mientras se maquillaban), una chica de minifalda, con una diadema de intercomunicación que le permitía estar en contacto con el staff, pidió que nos retiráramos, dijo que los actores entrarían al proceso de preparación mental. Antes de salir vi que el actor principal se sentó en el piso, en posición de flor de loto, y se concentró. Salimos.
Esa noche poblana, mientras Jesús, mi amigo periodista, y yo, tomábamos una cerveza en un café al aire libre, recordé la mañana comiteca que, en el Cine Comitán, los actores nos preparábamos para salir al escenario y presentar una obra de teatro en el fin de cursos de secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz. Esa obra fue dirigida por doña Leonor Pulido. Ya te conté que entré de puro refilón. Cuando el padre Carlos pidió que levantaran la mano los alumnos que deseaban participar en una obra de teatro yo levanté la mano, lo mismo hicieron varios compañeros más, hombres y mujeres. El padre Carlos empleó el mejor método de selección del mundo, ejerció su poder de elección y, con el dedo índice señaló a los elegidos. Seleccionó al número de actores que doña Leonor (su amiga personal) había solicitado. Yo (ya lo sabés) me quedé con la mano en alto y la bajé con pena y con desilusión. A mí, tal vez por mi proverbial timidez, me encantaba la posibilidad de mostrarme en un escenario, pero la oportunidad me fue negada. No obstante, como era casi inseparable de Quique, quien sí había sido elegido para un papel principal, lo acompañaba todas las tardes a los ensayos en casa de doña Leonor. Llegábamos y yo me sentaba en un rincón y veía cómo doña Leonor les exigía la memorización de los parlamentos y los regañaba cuando ellos hacían relajo y no acataban sus indicaciones. Como ha sucedido en muchas ocasiones en todo el mundo, yo, de tanto asistir a los ensayos, me aprendí de memoria todos los diálogos y cuando uno de los actores no llegó, Quique dijo que yo podía interpretar ese papel, porque me lo sabía de pe a pa. Doña Leonor aceptó y esa tarde, ¡gloriosa!, al término del ensayo, la directora se complació tanto con mi actuación que, al día siguiente, le comunicó al “titular” que estaba dado de baja, por irresponsable. Yo no moví ni un músculo de mi cara, pero por dentro, mi espíritu brincaba como futbolista que acaba de anotar un gol de chilena.
Digo que esa noche poblana recordé que cuando nos preparábamos para salir al escenario del Cine Comitán y representar lo que durante dos meses habíamos ensayado en la casa de doña Leonor, no tuvimos un camerino, y doña Leonor debió maquillarnos a la vista de todos, en un pasillo por donde corrían los alumnos que iban a participar con una danza folclórica o con el compañero que había sido designado para dar el mensaje de despedida en nombre de la generación y que, al final, terminó dándole el texto a otro compañero, porque le dio pánico escénico y no pudo superarlo. Y nosotros ahí andábamos, esperando que doña Leonor nos maquillara, en medio de empujones, carreras y gritos, y entre éstos los de doña Leonor, quien, con lápiz y borla en las manos, nos recomendaba que nos concentráramos, que recordáramos que éramos actores y que los actores se concentraban antes de subir al escenario.
Y mientras miraba la plaza de Puebla, con su catedral al fondo y alguna que otra paloma desorientada caminando al lado de la fuente central, recordé que así como hay camerinos para que los actores se pongan su vestuario, en las playas de Europa hay casetas que funcionan como vestidores. Recordé el cuento “El rastro de tu sangre en la nieve”, de García Márquez, Premio Nobel de Literatura, en el cual hay una escena que sucede en el vestidor. ¿La recordás? Nena Daconte, la muchacha bonita de la historia y quien fallece al final de cuento, conoce a Billy Sánchez, a la postre su esposo, en un vestidor de Marbella. La pandilla de Billy tenía por costumbre asaltar los vestidores, pateaban las puertas de los apartados de las damas que se ponían su traje de baño y hacían el ritual de bajarse el calzoncillo y mostrar sus penes. Billy se bajó su calzoncillo y Nena (que para ese entonces era virgen y no había visto un hombre desnudo) le dijo, algo como esto: “Los he visto más grandes.” Pero esto de los vestidores se da en otras partes del mundo. Acá en Uninajab, los que no tienen casas de recreo y llegan a pasear, o llevan sus trajes de baño debajo de la ropa, o se cambian adentro de las camionetas y carros o se hacen casita detrás de un árbol o se meten con la ropa que traen puesta. Es horrible ver a las muchachas bonitas que, en lugar de lucir un bikini sugerente, se meten al Amate con shorts de mezclilla y playeras con el logotipo del América.
Y pensé que en las tiendas de ropa hay lugares especiales para probarse el pantalón o el vestido y que, de igual manera, hay lugares en que los probadores están improvisados detrás de cortinas sucias.
Jamás olvidé esa experiencia teatral, en la que debí esperar mi turno para ser maquillado en un pasillo en el que, como en un mercado, la gente corría, se empujaba y gritaba. No fue el mejor lugar para cumplir el sueño de todo incipiente actor. Por esto, hoy celebro que existe el teatro de la ciudad, que, aunque sea de manera modesta, tiene camerinos, donde los actores pueden vestirse y maquillarse con cierta intimidad, y pueden meditar y concentrarse en su papel actoral antes de subir al escenario, lugar en que se cumplen los sueños de los actores y los sueños de los espectadores, porque el teatro es el mejor reflejo de la cuerda inmensa y frágil que es la vida.
Te envío copia de una fotografía que tomé una mañana de mayo. Como mirás son dos chicas con el traje de Chiapanecas, que terminaban, al aire libre, su labor de maquillaje. Ellas se colocaban las pestañas postizas en medio del rebumbio de mucha gente. Estábamos en el estadio municipal, unos corrían para ir al campo, otros para hallar lugar en la tribuna, otros más corrían hacia los sanitarios que funcionan como vestidores y algunos otros llevaban papeles con nombres de invitados especiales a un acto que ahí se celebraba. Era un mundo de gente y cada una de las personas tenía una encomienda especial. No pensés que me sentí bien al tomar la fotografía, se me hizo que irrumpía en su intimidad. Lo que ellas hacían no se hace, comúnmente, a la vista de todo el público. Estos rituales son íntimos. Estoy seguro que ellas, cuando se maquillan para acudir a una fiesta o al antro lo hacen en sus casas, alejadas de la vista de los metiches. Pero, luego pensé que esto bien pudieron hacerlo en su casa (colocarse las pestañas postizas), así como se habían pintado los labios y delineado las sombras de los ojos, así como se habían colocado el vestido de Chiapaneca que lucían. ¿Por qué, entonces, las pestañas postizas las dejaron al último momento, para pegarlas al aire libre, a la vista de todos? Dije que en el pecado llevaban la penitencia y tomé la fotografía, porque cuando las vi ahí, expuestas a las miradas de todos, pensé en la mañana del Cine Comitán y pensé en la noche poblana que estuve en un camerino, haciendo lo mismo que hice en el estadio comiteco: fisgonear el proceso en que alguien se pone aretes y se pinta arrugas, para salir al escenario e interpretar un papel. Esa mañana, las dos chicas chiapanecas estaban a punto de salir a escena, de agradar al público que se había congregado. Esa mañana entendí que cada día de la vida interpretamos papeles, a veces somos protagonistas, a veces hacemos papeles de extras, pero siempre, siempre, estamos actuando, esperando el aplauso de los otros, aplauso que, en ocasiones, se convierte en rechifla.
Posdata: Las chicas pasaron a una tarima improvisada en la cancha del estadio y bailaron al ritmo de la marimba. Movieron sus manos y con éstas ondearon los vestidos. Las flores de los vestidos eran como esa florecita que se llama diente de león y volaban por todo el cielo comiteco, que estaba azulísimo, digno escenario para la interpretación de ellas. Al final todo mundo aplaudió su participación.
Si no hubiese tomado la fotografía, si no hubiera estado de argüendero, de metiche, esta carta no te hubiera llegado.