sábado, 11 de mayo de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN HILO DE PLENITUD




Querida Mariana: ¿Identificás esta calle? Sí, atinaste, es la bajada del mercado Primero de Mayo. Tomé la fotografía la semana pasada. La imagen es muy común, como es temprano, las taquerías ambulantes, como mujeres friolentas, están embozadas con bufandas de plástico, pero la oficina parroquial y las tiendas ya están abiertas (venta de chunches para celulares, artículos religiosos, zapatería La Económica, la boutique Daniela Ramírez , Pañalitos, taquerías fijas, venta de películas y, en la banqueta, mujeres que ofrecen cacahuates).
¿Por qué entonces te mando esta fotografía? Porque si ponés atención verás que hay una pareja que camina por la calle, y no por la banqueta. Si estuviera con espíritu juguetón te invitaría a que adivinaras quiénes son esos caminantes, pero entiendo que es difícil identificarlos. Diré que algunos amigos de mi generación, después de varios intentos, sí lograrían identificarlos. Es una pareja comiteca muy conocida, una pareja que aporta al desarrollo de nuestra sociedad.
Pero, bueno, comparto esta imagen, porque llamó mi atención que ellos, despreocupados, caminaran a media calle, como si lo hicieran en el parque. No era un día especial, era un día común y corriente; es decir, por ahí circulaban los autos, pero ellos hicieron una pausa en el universo y caminaron como si esta calle fuese un andador.
Ella va cogida del brazo de su esposo. ¿Quiénes son? Ya dije que es difícil que los reconozcás, así por detrás. Si a mí me invitaran al juego pediría algunas pistas, para que éstas me fueran llevando a la solución. Una buena pista es el nombre de ella. Mirá, su nombre empieza con la letra G, pero en el trato afectuoso esa G se vuelve L. ¿Verdad que es una buena pista? Su nombre empieza con G, pero cuando sus afectos la tratan con cariño el nombre empieza con L. ¡Ah, estoy seguro que ya sabés el nombre de ella!
Llamó mi atención la tranquilidad con que ellos caminaron. Imaginé, por un momento, la posibilidad de recuperar la calma que antaño tuvo nuestro pueblo, cuando las personas caminaban sin los agobios contemporáneos, que ahora padecemos por dos o tres automovilistas frenéticos que quieren avanzar como si manejaran en la Autopista del Sol.
Una de las tradiciones comitecas ha sido la posibilidad de caminar este pueblo con la placidez con que ellos caminan. El tiempo (lo sabe todo mundo) es uno de los tesoros del ser humano. “¡No queda tiempo para nada!”, reclama medio mundo. Es cierto, el tiempo en estos tiempos se ha convertido en el capataz del hombre. A veces imagino al tiempo, con botas, sombrero y fuete en la mano, azotando a las hordas de mujeres y hombres que deben apresurarse para llegar a tiempo a la escuela, al trabajo, a las mil y una citas. Veo cómo algunos pelean los lugares vacíos en la combi; cómo, a cada rato, ven el reloj y se golpean los muslos porque saben que llegarán tarde. Llegar tarde es uno de los grandes desórdenes del mundo. Nos enseñan, desde la escuela, a ser puntuales; es decir, a levantarse de madrugada, a medio bañarse, a mal desayunar, a correr para alcanzar el colectivo o para subirse al auto que manejamos a velocidades peligrosas. Todo porque debemos llegar temprano, porque debemos ser puntuales. ¡Es lo correcto! Así es, pero existe una reflexión que nos obliga a hacer un alto y decir: ¿Esto es la vida? ¿Este absurdo carrerear para todo es lo importante?
El otro día vi un reportaje de un espacio excelso que está en el estado de Morelos, que se llama Jardines de México. Estos jardines tienen 37 hectáreas de jardines de contemplación. ¿Mirás? Llamó mi atención el concepto de Jardines de Contemplación. La Misión de ese espacio único en el mundo es: “Provocar una experiencia sensitiva única de belleza floral, a través de jardines contemplativos que promueva amor y respeto por la naturaleza.”
Cuando vi a esta pareja caminando a mitad de la calle, en un día trapajoso, pensé que, en años pasados, Comitán fue una ciudad contemplativa. Las personas acudían a los parques, se sentaban y se dedicaban a contemplar la tarde, el cielo naranja, el vuelo de los pájaros y el aire que, como abeja, libaba la miel de la flor sosegada. ¿Recordás que tu tío Armando nos contó de esa sana costumbre llamada “banquetear”? Algunos amigos tenían la costumbre de reunirse por las tardes, se sentaban en la banqueta y ahí fumaban, reían, compartían chismes y, en ocasiones, tomaban una caguama que escondían detrás de un piedrón. Las tardes tenían el rostro amable de la luz del vitral. Hoy ya no es así, desaparecieron los silencios que son esenciales a la música y ahora el ritmo es un continuo tamboreo que hace que nuestros pies se muevan sin orden, sin sentido. Banquetear es costumbre sabrosa. A veces, cuando uno se sienta sobre la banqueta, ésta aún permanece calentita por el sol de mediodía; a veces, en temporada de invierno, las nalgas reciben la caricia fría de las manos de esas banquetas que, por lo regular, están acostumbradas a recibir las suelas de los zapatos y no las sentaderas. Este cambio de vocación permite que las personas ejerzan el tierno oficio de la contemplación.
Hay lugares del mundo que están recuperando la esencia contemplativa, es un imperativo de los sentidos. No podemos vivir en medio del tráfago. Hay una tendencia mundial que trata de recobrar la tranquilidad que vivieron nuestros abuelos, quienes vivieron la vida sin hipotecar su vida. El jardín, lo han explicado los expertos paisajistas, es el símbolo del Edén. Cada país tiene sus particulares formas de expresar su amor por la naturaleza. El jardín comiteco, nos han explicado, posee la característica del desarrollo natural; es decir, crece conforme lo dicta la naturaleza, con el caos dentro del orden universal. El jardín comiteco no sólo posee la belleza de las flores, sino, también, la mano generosa de los árboles frutales y la bendición de las hierbas de olor (laurel, tomillo, mejorana, orégano) y plantas medicinales, como albahaca, menta, verbena, lanté, hierbabuena, manzanilla, epazote, árnica, romero, ruda y demás hojas de Dios.
¿Querés otra pista? Te voy a dar una que será como abrir la puerta para que descubrás la identidad de esta pareja, que, insisto, son comitecos que, como acá se advierte, aún buscan resquicios de tranquilidad en el Comitán hormiguero de hoy. A ver, ¿qué pista te doy? ¿Algo acerca de él o una más para que identifiqués a ella y, de inmediato, sepás qué pareja es? Va, para que sepás quiénes son, daré otra pista. A ver, a ver: El primer apellido de ella es el antónimo de anocheceres. ¿Verdad que está sencillo? Ya con esto ¡tenés la respuesta!
Esa mañana, ellos caminaron quitados de la pena, a media calle. Tomé la fotografía desde mi auto; es decir, yo iba detrás de ellos y llamó mi atención la forma en que abrían un resquicio en el Comitán trajinoso de estos tiempos. No digo que esto debamos hacer los comitecos todos los días, ¡no!, porque entraña un peligro, pero sí digo que, en ese instante, ellos imprimieron un ritmo distinto al pueblo, caminaron en pareja, lo hicieron en forma tranquila, sosegada, como si fueran un par de codornices a mitad de un campo sembrado con margaritas.
Te he dicho que, al conducir mi auto, no me disgusta esperar uno o dos minutos cuando el conductor del carro que va delante de mí se detiene porque en la banqueta se topó con un amigo, quien se acerca para saludarlo. Muchos conductores que deben esperar tocan el claxon o gritan: “Vayan a platicar a su casa.” A mí no me disgusta esa espera, pienso que es un privilegio de nuestro pueblo tomarse uno o dos minutos para platicar desde el auto con un amigo que camina en la banqueta, en las grandes ciudades es imposible que el conductor que va en un eje vial se detenga un minuto para platicar con el amigo, ¡es imposible!
Ayer en la tarde vi cómo una señora que iba en su auto, al llegar a la esquina del parque central, en el lugar donde está la placa de “Comitán, pueblo mágico”, al lado de la escultura “Día marcado”, de Luis Aguilar, pidió una nieve, al nevero que estaba en esa esquina, con su carrito. El nevero se apuró a colocar el barquillo en la servilleta y ponerle dos bolas de nieve, sabor vainilla. La mujer preguntó cuánto era: Diez pesos, dijo el nevero, y vi cómo éste le ofreció el helado y recibió la moneda. Todo sucedió en un minuto. El nevero, como si tuviera servicio VIP, sirvió la nieve a la conductora que le pasó el barquillo a su hijo que iba en el asiento posterior. Esto no lo permiten las ciudades donde el tiempo es un remolino, una shuta tataratera que nunca descansa.
Posdata: Llamó mi atención esa pareja comiteca. ¿Ya diste quiénes son? ¿No? ¡Ah, pucha! Bueno, diré la última pista. Con ésta podrás identificarla al instante: La pareja vive en el barrio de Guadalupe. ¡Ya! ¡No diré más!