jueves, 16 de mayo de 2019

DEFINICIÓN DE CALLE




Pau me dijo que era un trabajo escolar. La maestra pidió a los alumnos que redactaran un texto en que describieran la calle donde viven y, también, incluyeran la definición de calle, que podían obtenerla del Internet. Pau, quien ya había hecho el trabajo de redacción, dijo que no quería incluir la definición de diccionario, sino una definición que le diera su tío, y su tío soy yo.
Estos trabajitos gratuitos me ponen de mal humor. Dejé el té de limón que bebía y comencé a pensar en voz alta: ¿Calle? Bueno, los urbanistas la definen como el espacio público en que… ¡No, no!, gritó Pau: No, no, no quiero saber lo que dicen los urbanistas, quiero saber qué decís vos. ¿Calle?
Gracias a Dios, mi prima fue la tabla de salvación. Ella entró a la sala, limpiándose las manos en el mandil, porque hacía un pay en la cocina, y le dijo a Pau si ya tenía el libro que le había pedido. Mi sobrina, sentada en el piso, con las piernas debajo de la mesa de centro, dijo que no, que al rato. ¡No, señorita, nada de al rato, lo quiero ahora!, y el tono de mi prima fue tan determinante que a Pau no le quedó más que abandonar la madriguera de sus piernas y muslos y, rezongando, ir a su cuarto a buscar el libro.
Gracias, le dije a mi prima. Ella sonrió, dijo que me había visto en problemas y me ofreció más té, porque el que estaba en la taza ya estaba frío.
Mi prima fue a la cocina y yo pensé que soy más de casa que de calle, pero, debo confesar, la calle me seduce, tiene algo como un imán que siempre actúa sobre mi campo gravitacional. Cuando fui niño, la casa tenía balcones y desde ahí me encantaba ver la calle, llena de sol, a mediodía, o como flor húmeda, cuando llovía. Me encantaba la altura de los balcones, porque ellos me permitían permanecer alejados de los que caminaban por la calle, pero, a la vez, me permitía observarlos con atención. Veía los canastos llenos de chayotes que cargaban las mujeres que ofrecían sus productos en los zaguanes; veía los burritos que llevaban unas cajas de madera donde, con pulcritud, iban colocadas decenas de botellas, de las llamadas gaseositas; veía cómo, en tardes de lluvia, naufragaban los barquitos de papel, que algún niño había aventado corriente arriba. Los sonidos de las casas eran diferentes a los del interior de la casa, esos sonidos eran como más vivos, estaban llenos de fragmentos sonoros: carreras, gritos, campanas, silbatos, cascos de caballos, jaloneos, trompadas, murmullos. En las noches, en la casa cesaban los sonidos y en la calle aparecían, de vez en vez, algunos que eran rotundos: unos pasos a la carrera en la noche asumen un rostro de terror que está ausente en el día. Una vez escuché un galope de caballo, eran más de las once de la noche (El Sombrerón, pensé, y subí las cobijas para cubrirme la cara).
Mi prima dejó la taza sobre la mesa de centro, dijo que lo tomara, y agregó: Muchas veces, Pau inventa sus tareas. A veces, dijo su mamá, no creo que la maestra deje unos deberes tan extraños. Comentó que la otra tarde, Pau dijo que debía investigar por qué no hay conejos azules. ¿Cómo lo ves?, me preguntó. Nada dije, pero, a la hora que mi prima lo contó, no sé por qué pensé en el conejo de Alicia, en el País de Las Maravillas, libro que le había regalado a Pau, la navidad anterior. Bueno, la pregunta daba para mucho. ¿Por qué no hay conejos azules? El pintor Franc Marc pintó un caballo azul, tal vez él habría tenido la respuesta correcta.
Sí, pienso igual que mi prima: Es Pau quien se autoimpone tales deberes, tales inusuales preguntas. Tomé el té, estaba rico. Me despedí, sin ver a Pau. Pensé que seguía buscando el libro.
Cuando regresé una semana después, Pau jugaba en la sala, en su lugar favorito, tenía sus piernas y muslos debajo de la mesa de centro. En la superficie de la mesa había armado el centro de una ciudad, con calles y edificios, resaltaban los edificios de la presidencia y del templo. Las personas estaban hechas con plastilina (con plastilina de color azul). Cuando le pregunté, ella dijo que era una maqueta que entregaría al día siguiente.
¿Cómo te fue en tu trabajo de redacción? Bien, dijo, a secas; con cierta molestia, agregó: Saqué nueve, hizo una pausa, y agregó: Por tu culpa, por tu maldita culpa, por no darme tu definición de calle, y, a partir de ese instante, ignoró mis comentarios y mi presencia. Yo callé, callé.
Pensé que jugaba. Mi prima tiene razón. Su maestra no puede dejarle esas tareas. ¿Por qué no hay conejos azules? ¿Qué maestra de este país hace ese tipo de cuestionamientos? Pau quería hacerme sentir mal. Lo había logrado. Me sentí mal. ¿Definición de calle? Callé.