lunes, 6 de mayo de 2019

UN DÍA CORTADO A LA MITAD




“Se me fue el día”, dijo doña Sebastiana. Lo dijo, mientras levantaba los platos sucios de la mesa; lo dijo, mientras la tarde se asomaba rotunda por la ventana, ya eran más de las seis de la tarde. Después de levantar los trastes, llevarlos al fregadero, lavarlos y secarlos, doña Sebastiana se secaría las manos con el mandil amarillo, entraría a su recámara, buscaría la bolsa con las oraciones y sacaría la que correspondía a la novena de San Juan de Dios, que el padre Jesús decía que era el santo abogado de los libreros.
“Se me fue el día”, volvió a decir doña Sebastiana. Lo dijo moviendo las manos con apuro, como si quisiera moler el aire.
Sí, el día se va, todos los días se van. Doña Sebastiana no se dio cuenta de cómo pasó de jugar trastecitos en el sitio de la casa, a jugar trastes en el fregadero; no se dio cuenta, bien a bien, cómo dejó de jugar a las muñecas para pasar a ser la muñeca de Antonio, de Julián y de varios más que se enamoraron de ella, de su forma de andar, de sonreír, de besar.
Con el día se va la vida, también. Hace cuatro días, Julián (así lo bautizó, en recuerdo del novio que tuvo) dejó de vivir, como si fuera un foco se apagó y dejó de dar luz. Doña Sebastiana le pidió a Pilo que hiciera un hoyo en el sitio, al lado del árbol de durazno, y enterrara al gato. En cuanto Pilo entró a la sala y le dijo que Julián estaba tranquilo bajo tierra, doña Sebastiana llevó un poco de agua bendita y la regó sobre el promontorio fresco. A Julián se le fue la vida con el mediodía.
Los días se van y no lo percibimos en forma cabal. El padre Carlos, a la hora de acostarse, hacía un recuento de lo hecho en el día, de esta manera (decía) lograba aprehender retales de lo vivido. Muchos escritores acostumbran escribir Diarios, es la forma de detener esos hilos que se vuelven agua, se evaporan al instante.
“Se me fue el día”, dijo doña Sebastiana, y metió los pies en una batea con agua caliente y sal de mar, cerró los ojos hinchados y buscó en su memoria qué había sucedido ese día, un día que, como liga, se había extendido al máximo y luego se había cortado en su parte media.
Los días se van como se va la voz del mendigo, como se va el ruido del bastón del anciano, como se va el golpe que rasga la cara del delincuente. Los días se van como se van los hijos, como se diluye el humo del cigarro a media noche, como se deshace el nudo de la corbata, como se esconde el cabello en la cabeza del veterano que regresó de la guerra, como se acaba la cerveza o el amor.
¡Se nos va el día! Por esto, es preciso jugar a agarrarlo, abrir la mano y coger el aire, sólo para tener la impresión de que lo atrapamos, aunque exista la certeza que, al abrir la mano, el aire, el día, volará, como la mosca que atrapamos.
Por esto, para que el día no se vaya y se convierta en nada, es preciso hacer un recuento de lo vivido, tomar mil selfis, escribir mil líneas con los actos del día, abrazar mil veces, besar mil veces, soñar mil veces, antes de morir mil veces.
Para que el día no se vaya al albañal de mierda es preciso ahuecar la mano sobre la mesa, colocarse el sombrero sobre la cabeza, ponerse el abrigo, mirar el cielo, prepararse un güisqui con hielo, mirarse al espejo, prender un habano, estrenar un vestido, dar de comer a las palomas del parque, montar bicicleta, cantar una aria, pintarse los labios, besar, llevar al perro a casa de la abuela, hacer muecas, ir al museo y quedarse treinta minutos frente a un cuadro de Modigliani, orinar al aire libre, mientras cae una llovizna, ponerse en puntillas y hurgar en la ventana del cuarto de una muchacha bonita, masturbarse a mitad de la noche, reír, reír mucho, echarse un pedo en alguna capilla vacía, comer una pizza, cambiar un foco que no esté fundido, abrir la ventana y gritar: ¡Cotz!, en plena madrugada.
Para que el día no se vaya sin dejar huella es preciso que el sol bese nuestra piel a las ocho de la mañana, es necesario oler el cuello de la mujer amada, hincarse en el oratorio, prender una veladora, mirar un juego de béisbol en la tele, rascarse los huevos, guiñar con el ojo izquierdo, eructar después de comer algo rico, tomar una cerveza, con tsizimes de botana.
Para que el día no se vaya, hay que aprender a mimarlo como a una mascota; chasquear los dedos y llamarlo, para que el día no se trepe a los tejados; hay que entrenar al día para que, como gato, se eche sobre su almohadón y duerma sin prisa; hay que acostumbrarlo a la querencia, a que no tenga ideas revolucionarias, a que decida quedarse en casa para siempre, sin andar con el desasosiego del viajero, del sueño pendejo del que quiere ir a recorrer el mundo. Para que el día no se vaya es necesario esconderle las maletas, consentirlo siempre, prepararle la comida que le gusta, calentarle el café, darle su té de limón, bien calentito y besarle los labios y el pecho.
“Se me fue el día”, dijo doña Sebastiana, y se pasó las manos por los ojos y luego los cerró y dijo que estaba cansada, que ya era hora de ir a la cama, para, al otro día, volver a lo de siempre, a lo de todos los días.