jueves, 2 de mayo de 2019

CARTA A MARIANA, CON UNA CANCIÓN PARA CANTAR A LAS SEIS DE LA TARDE, UN JUEVES CUALQUIERA




Querida Mariana: Elegí el jueves para desgranar el sol y sembrar luz en tu patio, en tu patio lleno de albahaca, lleno de aleteos de colibrí.
Mi abuela regaba las flores a las seis de la tarde. Los corredores de la casa se estiraban al contacto con el agua, como si fuesen muchachas ensanchaban sus deseos y humedecían sus partes. La abuela sonreía, mientras caía el agua y Pedro Infante cantaba desde la sala.
El jueves tiene el privilegio de ser el día menos mencionado. Los zopilotes, porque el cuerpo lo sabe, vuelan en círculos los viernes y sábados; los lunes son abucheados por los cuervos y los cenzontles; el miércoles, bautizado por las chicharras como el espinazo de la semana, es el día que los guajolotes forman rondas de danza y ritual.
Mi abuela, después de regar los helechos del corredor y los rosales del jardín del patio, se limpiaba las manos en el mandil azul, de cuadros, y cambiaba el disco. Colocaba en su funda a Pedro Infante y escuchaba marimba. Yo la veía desde el esquinero donde, sentado sobre el piso, jugaba carritos. Ella silbaba, con el aire de sus labios seguía los pasos de títere de los marimbistas.
Elegí el jueves para bordar un sueño sobre tu pecho, para ensartar margaritas de estambre sobre el río de tu mirada.
“¡Todo lo querés saber!”, decía mi abuela cuando yo preguntaba por qué regaba a las seis de la tarde. Yo había visto al jardinero del colegio regar las plantas a la hora que nosotros recibíamos clase de español. Mientras el maestro, yendo de un lado a otro en el estrado de madera, leía poemas de Machado: “…Cantaban los niños / canciones ingenuas, / de un algo que pasa / y que nunca llega: / la historia confusa / y clara la pena…”, el viejo guardián del jardín regaba las buganvilias y los rododendros que cercaban un pino. El sol caía a plomo y el jardinero regaba agua.
¿Por qué, abuela -preguntaba- regás las flores a las seis de la tarde? Y ella, esquiva, dejaba la regadera, entraba a la sala, limpiaba con una franela el disco de tangos y lo colocaba en la tornamesa.
Y Machado abandonaba el río Duero y era Santos Discépolo quien regaba los oídos de todos los de casa: “…Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños / prometieron a sus ansias…”
Nunca la abuela respondió a mi pregunta. Sólo sé que todas las tardes, a las seis, ella regaba las flores de la casa.
Tal vez por eso, porque el misterio aún pervive, elegí el jueves para regar tus pies, para sobar tus rodillas, para colocar una corona de flor de azahar en tu cabellera. Elegí el jueves para llenar tu playa con estrellas de mar, para llenar tu mesa con duraznos y peras; para alimentar tus sueños con hilos de ámbar.
Elegí el jueves, porque es un día modesto, como huarache para pie. El domingo sirve para que los buitres asen, en patios de casas de campo, la carne que, por lo regular comen cruda los demás días de la semana.
El jueves es un día sin espinas, un día que permite colgar caballitos de madera sobre los tendederos de las ferias.
Elegí el jueves para que ardan tus noches, para que el aire juegue a saltar la cuerda de tu deseo.
Mi abuela, después de regar y de sentarse a escuchar discos en la sala, descolgaba el rosario y entraba al oratorio. A esa hora ya era de noche, yo cenaba e iba a mi recámara. Ya en la cama oía los cuentos que mi mamá pepenaba en los libros.
Nunca le pregunté a mi abuela a qué hora salía del oratorio, a qué hora se acostaba ¿Leía? ¿Leía algo aparte de las plegarias que sacaba de unos cuadernillos oxidados?
Nunca supe por qué mi abuela regaba las plantas a las seis de la tarde.
Posdata: Traté de explicar, en esta carta, por qué elegí el jueves para macerar las uvas y ofrecerte mi mejor vino. No sé si lo logré. No sé, tampoco, porqué cuando escucho a Pedro Infante un hilo de nostalgia enreda el cimiento de mi casa.