martes, 2 de julio de 2019

CARTA A MARIANA, CON JUEGO DE NOMBRES




Querida Mariana: Sé que a vos te encanta tu nombre y a mí me encanta nombrarte. De igual modo me gusta llamarme Alejandro. Tengo dos nombres: Alejandro y Benito. No tengo inconveniente con ninguno de los dos. Pero, prefiero el primero. Me gusta llamarme Alejandro. Una vez, alguien escribió mi nombre con equis: Alexandro; y otra vez, un amigo italiano me dijo: Alessandro. Si me pidieran elegir elegiría Alessandro, tal vez por la herencia italiana que corre por mis venas. Me encanta la sonoridad que adquiere mi nombre con la doble ese. ¡Alessandro! ¡Ah, qué eufónico! Claro, si se pronuncia como lo pronuncia mi amigo italiano suena mejor.
Hay personas que aborrecen sus nombres. Es una pena llevar un nombre desagradable por toda la vida y esto sucede porque nuestro nombre nos es impuesto. Mi mamá me cuenta que a su abuela (mi bisabuela) le decían Nana Mía, pero se llamaba Casimira. Ella hizo que todos los hijos juraran que a ninguna de sus hijas, en honor a ella, le impusieran el nombre de Casimira. No le agradaba su nombre.
Vos, por fortuna, sólo tenés un nombre y es un nombre muy bello: Mariana. ¿Recordás que un día jugamos a separar tu nombre en dos? En Mar y Ana, y te obligué a elegir, sólo como juego y vos, maravillosa, te resististe a elegir, tal vez porque yo te obligaba y vos nunca has permitido que en el juego de nuestra relación, en el juego de la vida, alguien te imponga algo, sos libre por elección y quien es libre por elección es verdaderamente libre.
A veces imagino que, siendo como sos, habrías elegido Ana, porque medio mundo habría elegido Mar, y vos, sólo para batear con la zurda, sólo para caminar hacia atrás, sólo para remar con los ojos cerrados, habrías elegido el primer nombre, pero como vos (ya lo dije), igual que Cortázar, no aceptás las cosas en el primer orden, no elegiste ninguno de los dos, porque insististe en decir que tu nombre es completo: Mariana, y así te conoce el mundo y así te nombran tus afectos y así caminás con la cara levantada, como si fueras una de esas estatuas que andan en los parques y a los cuales todos suben la cara para verlas.
Mi amiga Mar Pérez, paisana del escritor Juan José Arreola, debe estar satisfecha con su nombre. ¡Cómo no! ¡Arre ola a toda hora! El nombre de mar es un nombre que llega hasta el horizonte y está lleno de caballitos y de delfines brincando a la hora que el sol se oculta.
A mí me encanta el nombre de mar, es primo hermano de amar y sobrino directo de Mara, palabra que me remite, de inmediato a la novela “La mara”, que escribió mi maestro de cuento, Rafael Ramírez Heredia.
A veces me pregunto si a los escritores les gusta su nombre, y digo esto porque se convierten en nombres famosos, nombrados a toda hora en todas partes. Nuestro paisano Eraclio, ¿le gustaba llamarse así? No lo sé. En la tierra lo conocimos (lo conocemos) con el nombre de Laco, Laco Zepeda. ¿Imaginás que algún admirador de su literatura lo honrara y le pusiera su nombre a un hijo? ¿Te gustaría que un hijo tuyo se llamara Laco? Tu hijo, ¿qué diría?
Lo mismo pienso con el nombre del Premio Nobel de Literatura: Gabriel García Márquez. Por afecto, muchísimos de sus amigos y lectores (que son casi lo mismo) le nombran Gabo. Pucha, ¿imaginás que alguien se llamara así? ¿Cómo te llamás vos, chiquitío? Gabo Molinari. ¡La gran flauta!
¿Recordás el ejemplo de D? Sus papás la nombraron así, para que cuando fuera grande y tuviera capacidad de elegir eligiera su nombre. Gumersindo (no le gusta su nombre) siempre ha dicho que los diputados deberían declarar una ley que obligara a los ciudadanos a cambio o ratificación de nombre a partir de los dieciocho años. Gumersindo sueña con ello, que el ciudadano pudiera, desde su casa, entrar a un portal en la computadora, escribir el nombre actual y cambiarlo por el de la elección. Se imprimiría un documento legal que declararía que todos los papeles con el nombre anterior corresponden al propietario del nuevo nombre. ¡Todo simple! Con la misma facilidad con que acudís a un cajero automático y cambiás tu NIP. Gumersindo, cada vez que comenta su iniciativa de ley, se molesta con la burocracia mexicana. ¿Por qué debo cargar con un nombre tan tonto durante toda mi vida?, se pregunta. ¡Toda la vida! También avienta rayos y centellas a su papá, quien le impuso ese nombre, en honor a un tío revolucionario.
Posdata: Vos sos feliz, te encanta tu nombre. Yo también soy feliz, me encanta llamarme Alejandro. Pero, pensá, hay miles y miles de hombres y mujeres que aborrecen su nombre. Durante toda su vida deben cargar esa piedra. Ah, dichosas las que se llaman Mariana, dichosas las que se llaman mar, sus nombres están llenos de sonrisas de gato contento.