martes, 6 de agosto de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN HILO DE VOCACIÓN




Querida Mariana: El viernes fui a la Proveedora Cultural y recordé cuando, a principios de los años setenta, del siglo pasado, compraba, cada semana un libro de la Biblioteca Básica Salvat; recordé que en ese mismo tiempo acudía al Cine Comitán o al Cine Montebello, con una frecuencia que ahora me resulta apabullante, casi a diario. Mi mamá (Dios la bendiga) siempre me daba dinero para libros o para el cine.
El viernes, en la sala de la Proveedora Cultural, mientras revisaba algunos títulos literarios, supe (¡por fin!) que desde mi adolescencia fui un gran lector y un gran cinéfilo. En ese tiempo era un estudiante que pasaba de regular a malo. Mis obsesiones eran los libros y las películas. Ya luego tuve otras adicciones: el cigarro y el trago.
Pero, el viernes, mientras aspiraba el aroma de los libros, reconocí que lo mío siempre fue la literatura y la cinematografía. Y esto es así, porque ahora, a mis sesenta y dos años sigo teniendo esas adicciones como una bendición y ya abandoné las otras dos adicciones que no correspondían a mi natural. La lectura y el cine me producen un placer similar al que me produce estar en el parque central de mi pueblo comiendo cacahuates (manía) o al que me produce platicar con vos o al que me sucede cuando una chinita se para en un travesaño de la ventana de mi oficina. El cigarro y el licor me producían desasosiegos, me pegaban, con puño cerrado, en mis pulmones, en mi hígado y en mi espíritu.
Así, pues, en ese espacio maravilloso de la Proveedora Cultural, entendí (¡por fin!) que mi vocación, desde siempre, estaba en el árbol de la literatura y en el mar del cine.
Por esto, ¡claro!, cuando abracé a mis papás, subí al camión de la Cristóbal Colón, repegué mi cara al cristal para mirar cómo mi pueblo quedaba lejos y llegué a la Ciudad de México y fui a mis clases en la Universidad Nacional Autónoma de México, no llamó mi atención el aula sino la biblioteca central universitaria y los cineclubes de las distintas facultades. ¿Mirás lo que eso significó para mí? Ahí, al alcancé de mis frágiles ramas, estaba una cascada de aire fresco que me jalaba, que me decía que me pusiera debajo de ella, porque ahí estaba concentrada la vida. Miles de libros y cientos de películas de cine de arte estaban ahí para mí, sólo para mí. Como si el espíritu universitario, ese que habla por nuestra raza, supiera que un comiteco amante de la literatura y del arte cinematográfico llegaría para beber de esas aguas. Ya te dije que jamás falté a la universidad, todas las mañanas me trepaba en el camión y llegaba a las siete (a veces un poco pasaditas, porque el tráfico, vos sabés) y entraba a la primera clase, pero luego, como si la limadura de imán actuara, tomaba mi maletín con libretas y libros y caminaba por las islas y llegaba a la biblioteca central y ahí revisaba el inmenso catálogo y ponía mi credencial sobre el mostrador y una muchacha bonita hacía anotaciones y esperábamos a que “bajara” el libro solicitado. Luego, a las diez u once, iba al cineclub de Arquitectura y entraba, por ejemplo, a ver “El acorazado Potenkim”. Y así, de lunes a viernes. En la UNAM (Dios la bendiga) hallé agua para saciar mi sed. Después de cinco años no alcancé el título anhelado de Ingeniero en Electrónica; después de cinco años de asistir a la universidad no alcancé papelito alguno, porque, esto lo sé ahora, la UNAM no concede títulos a los lectores ni a los cinéfilos, así éstos sean los más aplicados del mundo.
Y ayer, mirá qué coincidencia, conocí al licenciado Enoch Villatoro Culebro, quien amablemente llegó para entregarme una invitación del Congreso del Estado para asistir a la entrega de la Medalla Rosario Castellanos, de este año, medalla que le fue concedida a Petrona Cruz. Me dio gran gusto conocer al licenciado Villatoro, Margaritense de corazón y de espíritu, porque él me habló de que su gusto por el buen cine lo pepenó en los cineclubes de la UNAM, universidad en la que se tituló de Economista, con un promedio excelente. Él sí tenía la vocación del aula.
Me dio mucho gusto, porque me contó que él presentó su examen de admisión en el Estadio Azteca. Le dije al licenciado Villatoro que un día lo buscaré, para que le cuente ese recuerdo a mi sobrino Edgar, porque éste no cree que sea cierto que yo también presenté mi examen de admisión en el estadio. Cuando lo cuento, Edgar me ve con cara de fanático del América, como diciendo que los estadios están hechos para jugar fútbol. No sabe, nunca se lo diré, que, en ocasiones, los estadios, bendita hora, sirven para que aspirantes presenten exámenes de admisión, y en otras ocasiones, maldita la hora, han servido como campos de concentración en países sudamericanos. Pero, en fin, esto ya es otra historia. Ahora celebro mi encuentro con mi vocación y mi encuentro con el licenciado Villatoro.
Posdata: Fumo cine y bebo literatura; bebo películas y fumo libros. ¡Ah, qué bendición! Estas adicciones me provocan el mismo placer que me provoca caminar por el barrio de San Sebastián.