sábado, 17 de agosto de 2019

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN DULCE LLAMADO AMPARITO




Querida Mariana: Los nombres de los dulces comitecos son deliciosos, tan deliciosos como sus sabores. En las mesas comitecas asoman los turuletes, los africanos, los gaznates, las obleas (¡ah, tan de lengüetazos que provocan calorcito del bueno!), nuégados, chimbos (invento de San Cristóbal, pero que acá se ha innovado en paletas de hielo y en pays. ¡Ah, el pay que prepara la hermana de Alex Albores no tiene miel de desperdicio!), tabletas de manía (en Comitán, al cacahuate lo nombramos manía. ¡Qué prodigio!), laurelitos y turrones, entre otras delicias. Pero, también hay un dulce que se llama Amparito y es la señora que aparece en esta fotografía. Y digo que ella es un dulce porque su imagen así lo describe. ¿Ya miraste con qué dignidad hace presencia en una esquina del portal, lugar donde tiene años y años de ofrecer dulcecitos regionales? Ella ofrece lo que produce, es una gran productora de dulces. Uno no sabe si ella se ha contagiado del dulce que prepara o los dulces han pepenado el dulce de sus manos. Es una simbiosis genial. La mañana que tomé la fotografía ella estaba sentada en su lugarcito de siempre, en espera de que algún comprador se acercara y le pidiera nuégados o chimbos o turuletes.
Sus manos, lo mirás, reposan en su regazo. Están como tranquilitas, como aves sobre rama a las siete de la noche. Pero, en su casa, esas manos amasan, baten, echan agua, espolvorean, en fin, son manos que, como ardillitas, trepan de una a otra rama para que los dulces estén a tiempo.
Hay de oficios a oficios, todos son esenciales en el desarrollo del país. Ay, me da telele, nombrar, por ejemplo, el oficio del hombre que se dedica a limpiar ventanas sucias en los edificios de cinco o seis o más pisos; y digo que me da telele porque es un oficio muy riesgoso, pero además es un oficio, digamos, cochino. En cambio, el oficio de doña Amparito es un oficio lleno de nubes, un oficio que alegra los corazones de medio mundo, porque medio mundo se muere (¡uf!) por comer dulcecitos. Esto de morir lo digo en plano coloquial, lo digo en el sentido que lo aplican las muchachas: “Ah, me muero por comer un pay de limón”, “ah, me muero por comer una oblea, en el parque de Comitán.”, porque sí, también hay que decirlo, hay muchas personas con diabetes que se mueren, literalmente, por consumir azúcar.
A todos los niños del mundo les encanta comer dulces. El postre es una práctica común en nuestra cultura. Después de tomar un buen caldo de frijol y un plato con chorizo asado y costillitas adobadas, se antoja, junto al cafecito ¡un buen dulce! Un dulce comprado con una de las mujeres más dulces de este pueblo: Doña Amparito.
Porque doña Amparito (Amparo Alcázar Guillén) tiene 84 años de edad, de los cuales ha dedicado casi cincuenta años en hacer dulces y en venderlos. ¿Imaginás algún oficio más noble, más lleno de amor? El oficio de doña Amparito es un noble oficio. En los años cincuenta, cuentan los mayores, muchas personas se dedicaban a la factura de dulces en sus casas, dulces que luego salían a ofrecer o a llevar pedidos. En las canastas de mimbre, con servilletas de tela, iban los dulces que hacían la delicia de chicos y grandes. ¡Ah, los higos en miel! ¡Qué ricos! ¡Los africanos! Estos dulces de yema de huevo tienen la particularidad de tener vacío el interior, como pancita de pez antes de comer. Cuando alguien come un africano, da la mordida y ve que el interior es como una gruta, como una gruta donde la miel solidificada forma estalactitas y estalagmitas. ¡Ah, qué gruta más deliciosa!
En celebraciones especiales siempre aparecen los dulces. Recuerdo con intensidad y emoción un cumpleaños de Víctor Manuel en el que él, personalmente, con una bandeja ofrecía chimbos a sus invitados, chimbos especiales, hechos con toda la delicadeza del mundo. Mi mamá recibió uno y dijo que estaba exquisito. Ya habíamos comido, bien y abundante; ya habíamos bebido, bien y abundante; el festejo exigía el broche gastronómico de oro: ¡un dulce! Y en esa memorable ocasión, Víctor Manuel dispuso que para sus amigos, familiares y cercanos que compartían ese instante con él, debía ofrecer un chimbo de excelencia.
¿Sabés lo que significa estar cincuenta años en el negocio del dulce? ¿Mirás la dignidad de doña Amparito? Medio mundo del pueblo la conoce y reconoce su pasión y entrega por este negocio. Porque es un modo de sobrevivencia, pero la venta de dulces, como decían los clásicos publicistas, significa más, significa compartir sonrisas.
Nunca he visto a alguien (tal vez vos sí) que llore cuando degusta un dulce; al contrario, yo he visto muchos niños que dejan de llorar cuando alguien les ofrece un dulce.
Digo que en los años cincuenta, la producción de dulces artesanales era una más de las bendiciones de este pueblo; digo que, más o menos, en esos años, Comitán comenzó a inundarse de lo que los comitecos llamaron “dulces extranjeros”. ¿Mirás qué nombre tan atinado? Eran dulces que competían con los tradicionales de la región. Estos dulces traían envoltura. Tal vez esas envolturas fueron como los collares de piedritas que los españoles ofrecieron a los antiguos moradores de estas tierras para cambiarlos por el oro. Sí, hay que decirlo, nuestros dulces nunca han tenido una envoltura de plástico, nunca han tenido el nombre de una fábrica pomposa. Nunca nadie tuvo la ocurrencia de colocar en una bolsita al chimbo y decir su contenido y ponerle el nombre y decir que es un dulce comiteco. ¡No! Los chimbos casi siempre están metidos en un recipiente, como si fuesen peces flotando en un mar de miel. De ahí, doña Amparito los pesca con un cucharón y los deposita en una bolsa de plástico, de donde, el goloso le entra con todo, hasta que las comisuras de labios quedan enmieladas. Momento en que el “disfrutante” saca la punta de la lengua y la pasa y repasa como si fuese una oruga patinando sobre los labios húmedos. ¡Ah, qué delicia! Esto provoca el dulce artesanal. Los “dulces extranjeros” no tienen la gracia arenosilla que sí tienen los dulces hechos en casa. ¿Has comido un turulete y te has quedado con granitos de harina de maíz en los labios? ¿Has comido un chimbo y te has enmielado? ¿Has comido una oblea y has quedado bien enmerengada, con ese aroma de canela molida? El disfrute de los dulces tradicionales se desparrama sobre la boca y sobre el espíritu, éste se convierte en una olla que rebosa alegría, ¡vida! Por esto, a los niños les encanta comer dulces, porque sienten que una mano llena de aire coloca sonrisas en sus caritas manchadas de lodo, a la hora que se revuelcan en el sitio, al jugar carritos o trenecitos o soldaditos.
La vida es más disfrutable con dulces. Y esto lo sabe muy bien doña Amparito, que, insisto, ha dedicado tantos años a ofrecer sus productos. ¿Querés comer un chimbo sabroso? Andá a comprarlo con doña Amparito, ahí, contra esquina del Centro Cultural Rosario Castellanos. Comprá un tu chimbo y platicá con ella.
El otro día, su hijo Carmelino, quien la ayuda, comentó que cuando doña Amparito, dulce mujer comiteca, no está al ciento por ciento en su salud, él la ayuda. Don Carmelino y su esposa han aprendido el oficio de la manufactura de dulces tradicionales y dice, muy orgulloso: “Para que no se pierda la tradición”. Sí, esto es muy importante, la tradición, así como la función en el circo, debe continuar, siempre continuar, porque está bien que haya “dulces extranjeros”, pero es fundamental para nuestra identidad comiteca que el dulce tradicional perviva, que siga llenando de miel nuestros labios y siga untando de merengue nuestro espíritu.
Doña Amparito es una mujer apacible, así se ve. Tiene la miel de su espíritu “a punto”. El día que le tomé la fotografía la vi como una reina, sentada en su trono. Espiaba hacia el horizonte, hacia el lugar donde se asoman las garzas que vienen desde la Ciénega. Ese día, se cubría las piernas con una chamarra y tenía un suéter de color gris, que hacía juego con su vestido azul con puntitos blancos. Ese día, bien peinadita, se recargaba sobre el pilar que la ha detenido desde hace muchos años; ese día pensé que ella es un dulce y también es un pilar de la tradición de este pueblo, pilar que sostiene nuestra casa común.
Posdata: A mí me encanta comer tabletas de manía, tengo esa manía; a mí me encanta comer nuégados. Ambos productos llevan panela. No llevan azúcar. ¿Mirás qué prodigio? Son dulces y no llevan azúcar, llevan panela, y la panela, entiendo, es un producto más amable al cuerpo y, por supuesto, al espíritu. A mí me encanta que vos también te encantés con la oblea (estoy hablando sin albur), me encanta cuando ponés la oblea sobre la palma de tu mano derecha y la llevás a tu boca y sacás tu lengua y la subís lentamente desde abajo hacia arriba, en un movimiento que te llena de gracia y de sensualidad. ¿Mirás la alegría que provoca un sencillo dulce?