sábado, 24 de agosto de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN OFICIO MUY DIGNO




Querida Mariana: El tío Enrique recomendaba lo que recomienda medio mundo: “Andar con los pies en la tierra”, pero le agregaba: “Con los zapatos bien boleados.” Si reflexionás tantito en el dicho de “Andar con los pies en la tierra”, mirás que no se refiere a andar descalzo, se refiere a que, si sos exitoso o tenés cargo en la política, no te deben marear las supuestas alturas, porque, después de todo, uno es pueblo y proviene del barrio.
El agregado del tío era una buena sugerencia, porque, dicen los expertos en moda y en etiqueta social, los zapatos siempre deben estar bien boleados. Los zapatos nos permiten caminar por la tierra con dignidad. ¿Imaginás a los primeros hombres sobre la tierra? Adán y Eva andaban descalzos. Ya fue más tarde cuando los hombres y mujeres tuvieron calzado. Emplearon, nos dicen los historiadores, pieles de animales. De ese calzado prehistórico al calzado contemporáneo ¡hay una gran distancia! Sirven para lo mismo, para proteger el pie, pero, además, ahora son símbolo de distinción. Porque, al principio (vemos ilustraciones en los libros) los pies eran como tamales envueltos. Ahora, los fabricantes de zapatos procuran proteger al pie y otorgarles elegancia.
No hay cosa que me moleste más que tener los zapatos húmedos. Si llueve me da el telele cuando debo pasar por una calle convertida en río. El otro día andaba en San Cristóbal de Las Casas y (qué pena confesarlo) uno de mis zapatos ya tenía un ligero hoyito en la suela. Ya podés imaginar que a través de ese hoyito comenzó a colarse el agua encharcada. ¡Ah, qué fastidio! Caminaba sobre las banquetas de laja buscando algún espacio seco o, cuando menos, que no estuviera lleno de agua. ¿Sabés qué hice? (Qué pena confesarlo) Compré un par de escarpines tejidos, de esos para bebé, y en cuanto llegué a la terminal de la OCC, entré a los sanitarios (ya cobran seis pesos) y activé el secador de manos y, en lugar de poner mis manos vacías, coloqué mis manos con un zapato, primero, y luego con el otro. Dos o tres veces activé el aparato. Un orinón me vio como si yo estuviera robando el copón con hostias del templo, pero no le hice caso. Luego salí del sanitario, me senté en una butaca de la sala de espera y, con desenfado, como si fuera un turista gringo, de esos gringos hippies, me quité los zapatos, los calcetines, sequé mis pies con un poco de papel higiénico y me puse los escarpines, los escarpines de bebé. Sólo la mitad de mi pie quedó cubierto, así que decidí llenar de papel higiénico el resto del pie. Con amorosa afectación hice una camita y la coloqué sobre el talón. Así fue como mis pies, poco a poco, olvidaron la afrenta del agua y comenzaron a tomar su condición de animal adentro de la cueva tibia.
Porque sólo una cosa supera la desgracia de tener húmedos los zapatos: ¡Tener los pies envueltos a toda hora! ¿Por qué a veces tenemos hongos en los pies? ¿Por qué será? Porque los pobres pies siempre están encerrados. ¡Pobres pies!
Cuentan los mayores que, en Comitán, hubo una industria floreciente de fabricación de zapatos. Antes de los años cincuenta del siglo pasado, los comitecos compraban el calzado con fabricantes locales. Hubo zapateros con gran destreza, que hacían zapatos de gran calidad. Los mayores recuerdan la Zapatería El Águila, que era propiedad del papá del poeta Óscar Bonifaz. Los zapatos comitecos eran duros, pero rendidores. Esa industria casi se extinguió. En la actualidad hay pocos fabricantes de zapatos. A mí me da gusto mirar, frente al parque de San Sebastián, o frente a las oficinas de la Comisión Federal de Electricidad, letreros que ofrecen la factura de zapatos especiales. Los hermanos Rodas heredaron la tradición del papá, que se dedicó a la fabricación de zapatos. Es emocionante entrar y hallar “hormas” antiguas.
Uno de los dichos mexicanos más recurridos es el de “Halló la horma de su zapato”, que se usa para decir que un fulano halló a su padre (en sentido metafórico); es decir que ahí está alguien que es superior a él. La horma del zapato siempre debe tener las características del pie del usuario, para que el zapato esté en condiciones óptimas.
El zapato, en muchas ocasiones, es ignorado. Hay gente que no da mayor importancia a tal prenda. Mario “Mocoso” no usó calzado. Andaba descalzo por todas las calles de Comitán. Fue de pie grande, por esto, se hicieron famosos los sonidos que provocaba cuando somataba la planta de su pie sobre el piso. Caralampio, quien atendió la ferretería de don Jorge Pérez, durante muchos años, tampoco usó calzado, ahí andaba con los pies ajados por todo el pueblo. Yo me sentaba en una banca del parque central cuando veía a Caralampio bajar por los escalones de la presidencia, miraba cómo caminaba. Lo hacía como si tuviera calzado, sin mayor problema. Pensaba (pienso hasta la fecha) que su cuerpo había formado una capa callosa en la planta del pie que casi casi era tan dura como la suela de un zapato. Así como los agricultores tienen callosa la palma de la mano, de igual forma pensaba (pienso) que quienes andan descalzos terminan con un callo duro y rugoso. Yo (qué pena confesarlo) jamás he hecho un trabajo duro con las manos, por esto, dicen mis amigos, tengo “manos de señorita”. Yo digo que tengo manos de príncipe, porque mis manos sólo me sirven para comer con cubiertos, para dibujar, para pintar, para acariciar (manos de seda), para escribir, para sostener los libros y para tomar las nubes y jugar con ellas. Sí, mis manos son pequeñas y sin callos; mis pies son pequeños y sin callos. Compro zapatos Flexi, que son caros, pero son duraderos y, sobre todo, son cómodos. Los viejos, lo sabés, necesitamos un calzado que no sea duro.
No obstante usar calzado cómodo me da flato cuando pienso en la cara que deben tener mis pies, sometidos al encierro horas y horas. Me encantaría poder usar huaraches. Tengo varios amigos que no tienen empacho en usar huaraches. Algunos llevan desnudo el pie, otros se colocan calcetines. Me encantó ver un día que asistí a una boda en Cuernavaca a un muchacho bonito, con un traje impecable, corbata roja, camisa blanca, calcetines negros, ¡con huaraches! Lo portaba con una gran dignidad. No faltaron los que criticaron en voz baja, pero él se mantuvo con los pies sobre la tierra.
No uso huaraches, porque (me conocés) no puedo permitir que me dé el aire. Como siempre fui niño cuidadito, mis papás siempre cuidaron que no pisara el suelo con los pies desnudos. ¡No me fuera a enfermar! ¡Ay, señor! Ahora me enfermo porque nunca pisé el suelo con los pies descalzos.
Muchos lectores recuerdan la carta que el escritor Juan José Arreola envió a un zapatero que compuso mal unos zapatos. El oficio de zapatero también es un oficio que está en vías de extinción. Antes, los dueños de zapatos viejos mandaban a cambiar suela con los zapateros. Yo sigo haciéndolo. ¿Te has dado cuenta que, dependiendo del modo de andar, así gastamos el zapato en una zona u otra? Yo acabo los zapatos del centro de la suela, ahí se hacen los hoyos. Así que mi mamá hace favor de llevar mis zapatos con el zapatero de la central de abasto, para que le cambie suelas. Me hace un trabajo excelente y por doscientos pesos vuelvo, casi casi, a tener zapatos nuevos.
Arreola le escribió, en el siglo pasado, a un zapatero que compuso mal unos zapatos. ¿Recordás el texto? Ahí, Arreola, con prosa cuidada y exquisita le dice al zapatero “Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible.” Ah, ¿mirás la ironía sutil con que le dice que es un bobo, un inepto? Le recuerda que sus pies están hechos de una materia blanda y sensible, porque el zapatero, tal vez pensó (es ironía) que sus pies eran dos moledores de molcajete.
Después de reclamar su pésimo trabajo, Arreola le dice al zapatero que compuso mal unos zapatos “Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad.”
Sí, sí, enviar a componer unos zapatos viejos es señal de modestia y entraña cierta humildad. Los zapatos nuevos no son como los autos nuevos. Un auto nuevo significa un goce extremo; en cambio, estrenar zapatos tiene su lado difícil. El pie ya estaba acostumbrado al zapato viejo, ya lo había hormado. Un zapato nuevo es un objeto desconocido que molesta, que, poco a poco, se irá acomodando al pie.
Posdata: Arreola, en el antepenúltimo párrafo, hace una exhortación válida para todos los oficios y profesiones, de todos los tiempos: “Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes (…) Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.”
¿Mirás qué oficio y qué palabras tan bellas? ¡Zapatero remendón! Yo tuve un tío, hermano de mi abuela Esperanza, que era zapatero remendón. Algún día te platicaré de su vida. Mi tío sí fue un zapatero que honraba su oficio, no como el de Arreola. Yo procuro andar con los pies en la tierra, con los pies calzados con zapatos Flexi (pucha, parece comercial.)