miércoles, 14 de agosto de 2019

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA, ENVIADA POR EUGENIO CÓRDOVA




Los elementos son sencillos. Todos son naturales. No se advierte la presencia del ser humano, aunque siempre está, como si estuviera detrás de un árbol.
Tal vez, debajo de la laja del piso hay cemento; tal vez, las mesas y sillas tienen clavos; tal vez, alguna mano femenina colocó la orquídea sobre el árbol; tal vez, alguna mano masculina cortó las ramas del árbol; tal vez, un grupo de hombres construyó la palapa que se ve al fondo, agregó las palmas del techo, los asientos hechos con troncos; tal vez, la mano del ser humano dejó el montón de basura que está a la orilla del lago; tal vez, un grupo de hombres está en la cima del cerro, con escopetas, en busca de un quetzal. No se sabe, bien a bien, qué hace el ser humano, pero se advierte su presencia. Si fuéramos mastines, oleríamos la presencia del hombre, bastaría echar hacia adelante el hocico para advertir, en la cuerda del aire, la peste a sudor, a humo de cigarro, a alcohol, a vómito, a carne de venado.
Porque, esta mesa del primer plano advierte que todo está dispuesto para una reunión de dos personas. Katia sueña que las dos sillas sean ocupadas por una abuela y su nieta, que la abuela se siente dando la espalda al lago, que se siente en la silla más fuerte; mientras, en la otra silla, la endeble, la que acusa ya las arrugas de la vejez, se siente la nieta; Katia sueña con que ambas jueguen lotería, con cartas llenas de color y piedritas pepenadas en la arena de la orilla del lago; sueña un sueño plácido, envuelto en el chal gris de esa tarde adolescente. “Para el sol y para el agua: ¡el paraguas!”
Mientras tanto, Chendo sueña el sueño donde Karina, ¡ah, su Karina amada!, se sienta en la silla fuerte, después de echarse un chapuzón en las aguas del lago. La ve envuelta en una bata de toalla blanca, con el cabello mojado, con las gotas resbalando por el pecho y jugando escondidas en los labios de sus pezones; la imagina con el traje de dos piezas que usó a la hora de bracear a mitad del lago; la imagina húmeda, dispuesta a beber el coctel que le preparó; dispuesta a esperar la llegada de la noche, para observar los cientos de chispas que brotarán en el fogón de las luciérnagas. “Súbeme paso a pasito, no quieras pegar brinquitos: ¡la escalera!”
Mas, Karina no sueña con Chendo, ella sueña que quien está sentado en la silla fuerte es su papá, quien (¡cómo lo lamenta!) falleció apenas el año pasado de cáncer de próstata. Su papá, cuando ella era niña la llevaba a Montebello y le enseñaba a levantar piedras lisas y aventarlas al lago para hacer patitos. Le indicaba cómo agarrar la piedra, cómo extender el brazo, casi formando una horizontal, y cómo soltarla sobre la superficie del agua, para que aquella brincara, juguetona, dos o tres veces antes de hundirse. ¡Ah, cómo disfrutaba Karina esos instantes prodigiosos! Instantes que olían a juncia, a bombones asados, a plástico de tienda de campaña, a lluvia fina, a caminata por senderos húmedos. “El que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija: ¡el árbol!”
Todo es un templo para orar, un refugio de la naturaleza. El ser humano debería caminar en puntillas, para no despertar a la niña hierba, para no molestar al tronco anciano. El ser humano debería pararse frente a esta mesa y colocar una vela como ofrenda. Antes de colocar el juego de lotería, las piedritas, el café con pan, la botella de trago con la botana, la carne asada, el chorizo asado en brasas, las tortillas recién salidas del comal, el té para la abuela, antes de todo esto, debería poner un brasero con incienso para celebrar la grandeza del universo, porque antes, mucho antes que el hombre hiciera esta mesa y estas sillas y esta palapa y estos pisos, mucho antes, ya la mano divina había hecho el prodigio del árbol, del agua, de la hierba, de la nube, del cielo, del aire. La tierra es la madre, por ello, el hombre, hijo de la tierra, debe hincarse ante ella, abrir los brazos, cerrar los ojos, y, humilde, reconocer que no merece ser hijo de mujer tan noble, que, en esta fotografía, aparece con el rostro gris, pero siempre digno. “Pórtate bien, cuatito, si no te lleva el coloradito: ¡el diablo!”