viernes, 3 de abril de 2020

CARTA A MARIANA, CON ÁRBOL DE SEMANA SANTA




Querida Mariana: Durante muchos años viví por el rumbo de la Matías de Córdova. A diario caminaba por la banqueta de la tercera calle norte poniente. Cuando era tiempo de Semana Santa, la jacaranda de la Matías se desparramaba sobre mis ojos. ¡Ah, qué bálsamo tan intenso para mi espíritu! En ese tiempo iba a la iglesia, con mis papás y, sorprendido, miraba que los nichos de los santos los habían cubierto con telas de color morado, con telas de tonos muy semejantes a los de las jacarandas. La religión católica tiene sus ritos, la naturaleza también.
En estos días, los cielos de Comitán se han llenado de cogollos azules violáceos. Una mañana de principios de marzo pasé en auto por esta calle, calle que va a dar al libramiento. Como el espectáculo era un obsequio para la vista me detuve. Bajé del auto y me solacé en este ramo que era como una ofrenda para el cielo, que, cómplice, hacía lo posible en aportar tonos armoniosos. De pronto vi la lámpara. ¿Ya la viste? Una lámpara está adosada al tronco. El tronco de la jacaranda funciona como poste.
Cuando le enseñé la foto a Karla, lo primero que dijo fue que era una insolencia. Los humanos dañamos a los árboles, ¿qué nos creemos?, fue lo que dijo. Porque la base de la lámpara, en efecto, está prendida sobre el tronco. Cuando colocaron la base debieron hollar parte del tronco.
Yo pensé que no era lo más conveniente, pero luego (esto no se lo dije a Karla) imaginé cómo será ese árbol de noche. De la base, como si fuera un arbotante, brota la luz que ilumina la calle; es decir, esta jacaranda ilumina las mañanas y también ilumina las noches. Es un árbol generoso, demasiado generoso. No hace más que reafirmar su vocación de ramas abiertas. ¿Mirás cómo se abre a mitad del cielo y extiende sus ramas en un abrazo infinito?
Esto no se lo dije a Karla, pero pensé que los humanos somos abusivos con los árboles, pero algunas travesuras no son tan dramáticas como la que realizan los taladores. Recuerdo que en el sitio de la casa de Romeo había un árbol enorme (no recuerdo qué clase era), ahí, en medio de sus rotundas ramas, su papá y un tío le habían construido una casa donde subíamos a jugar barajas o leer revistas de monitos. Asimismo, en el mismo árbol, el papá de Romeo había colgado un columpio de una rama. Las primas que no subían a la casa se columpiaban ahí. No subían a la casa con nosotros, porque lo tenían prohibido por sus mamás. ¿Cómo iban a estar solas con puros hombres? Pobres mamás. Nosotros, niños, no teníamos la cochambre que tenían los sartenes de sus mentes.
El árbol del sitio de la casa de Romeo también era un árbol generoso. Un día que fui a Na-Bolom, en San Cristóbal de Las Casas, y vi una balsa enorme, que los lacandones tallaron de un árbol inmenso, pensé que ese árbol también había sido muy generoso, más que generoso, había dejado sus raíces de la tierra, para convertirse en un manso viejo cocodrilo de aguas dulces.
Esta jacaranda, de igual manera, es generosa. En las mañanas da sosiego a la mirada y, por las noches, da sosiego al temor de caminar por una calle oscura.
No sé qué piensan los vecinos de este árbol. Deben pensar lo mismo. Deben reconocer que esta jacaranda es demasiado generosa. Hay árboles así, hay personas así. Hay personas que tienen vocación de jacarandas, que entregan su luz en las mañanas y en las noches.
A veces vos me decís que yo divida el mundo en dos, porque te gusta leer esas avenidas del pensamiento. Ahora diría que, sin dividirlo en dos, en el mundo existen mujeres jacaranda, mujeres que se abren generosas, que son un bálsamo para la mirada diurna, y son un pozo de luz para el instante nocturno.
Posdata: En los cuentos infantiles aparecen historias con las casas del árbol. A mí me encanta pensar en historias que se dan en árboles que son como casas. Vos tenés algo de jacaranda, pero también tenés algo de ceiba y algo de tenocté. Vos sos un árbol enormísimo sembrado en el mero centro del sitio de Comitán.