jueves, 16 de abril de 2020

CARTA A MARIANA, CON HÁBITOS AUTOMÁTICOS




Querida Mariana: Me arrepentí de haberle hecho el comentario a Matías, pero ya era tarde. Matías fue hasta su escritorio, buscó en una pila de papeles y regresó con una libreta que tenía una serie de gráficas. Y comenzó a explicarme. Yo tenía prisa. Tuve que escucharlo.
¿Qué detonó todo? Mi comentario fue sencillo, le dije a Matías que nunca me había dado cuenta de las veces que los humanos nos tocamos la cara durante el día. Ahora, por las indicaciones de las autoridades sanitarias, las personas tenemos cuidado de no llevarnos las manos al rostro. Ahora, por lo mismo, he estado pendiente de no llevarme las manos a la cara, pero (¡qué barbaridad!), me he dado cuenta de que en cualquier momento una pelusita se pega en la comisura de mis labios o un pelo se estaciona en uno de mis ojos. No sólo es eso, por quién sabe qué razón, la nariz me escuece, me escuece una mejilla. ¡Padre de Dios! ¿Por qué tanto escozor? Entiendo que antes de la contingencia, me quitaba la pelusilla, hacía a un lado el pelo, me rascaba la nariz, me frotaba los ojos, sin tener conciencia plena del acto, todo era en automático.
Matías puso frente a mí la libreta y me dijo que, en esa hoja, estaba una gráfica que demostraba que los seres humanos nos rascamos, de manera inconsciente, tal cantidad de veces. La gráfica estaba dividida en hombres y mujeres. Por ejemplo, los hombres nos rascamos la cabeza más de diez veces en el día; nos frotamos los ojos, más de cuatro veces; nos rascamos el sexo dos o tres veces; nos rascamos los oídos, nueve veces al día, ¡nueve veces! Las mujeres no cantan mal las rancheras, llamó mi atención ver que las mujeres, según la estadística de Matías, se rascan dos o tres veces las axilas y una o dos veces la parte donde el sostén hace la unión de la tetita con el hombro. Matías dice que las mujeres son más discretas, pero cuando menos una vez, se rascan el órgano sexual y el ano. El dato que más me impresionó fue el siguiente: las mujeres se pasan las manos sobre las nalgas más de cinco veces durante el día, no se rascan, se soban, se acarician.
Recordé un día que estaba en una fila del cajero automático para sacar una paguita. Me tocó estar detrás de una muchacha bonita, quien, sin duda, había salido del gimnasio porque vestía un pantalón ajustado de likra (su trasero era casi perfecto, con una curvatura amable), olía a sudor, a sudor limpio. Mi lado perverso me dijo que me acercara tantito, que cerrara los ojos y que oliera, pero justo en el momento que iba a hacerlo, la chica se volvió, me vio y sonrió. Mi lado de ternura me clavó en mi lugar, yo también le sonreí. De pronto vi que ella, como si siguiera en una rutina del gimnasio, comenzó a mover sus pies como si pisara un ejército de hormigas. Vi cómo su cuello se contrajo. El movimiento se hizo más intenso, la chica froto sus piernas, una contra la otra, en repetidas ocasiones. Dios mío, pensó mi lado perverso, la chica se está orinando, y como si ella hubiera escuchado mi pensamiento, se volvió y con una sonrisa fingida me pidió si podía apartarle su lugar. Dije que sí. Ella abandonó la fila y fue a pararse en el extremo de la sala, se recargó sobre la pared y pegó su trasero. Mi lado tierno hizo que disimulara la mirada y viera hacia el frente, pero mi lado perverso obligó a mi ojo derecho a treparse en la hendija y argüendear: la chica (preciosa, de cara bien bonita) raspó sus nalgas con la pared, llevó una de sus manos a la pared y, en forma disimulada, la pasó por detrás, vi que su mano desapareció tras su trasero y vi en su rostro una luz armoniosa. Sí, supe que estaba rascándose el hoyito. Mi lado perverso dijo que cuando volviera a la fila su dedo tendría un aroma diferente. La chica abandonó la pared, caminó hacia la fila, me sonrió, dijo gracias y se dirigió al cajero automático, pues ya le tocaba su turno. La vi por detrás, la vi meter la tarjeta, digitar su nip. Ya estaba tranquila. Mi lado perverso decía que el dedo con el que digitaba era el mismo que le había servido para rascarse. Mi lado tierno me obligó a preguntarme qué le había sucedido para tener la urgencia de rascarse en tal forma.
He visto a hombres que les sucede lo mismo, pero éstos no tienen empacho en rascarse frente a todo el público. Los hombres son más groseros, más cochinos. Nunca he visto a una muchacha universitaria eructar en público, cosa que sí hacen los muchachos, lo hacen como gracia, ¡qué gracia tan asquerosa!
Matías comentó, con lujo de detalles, cómo había llegado a hacer esta investigación. Yo tenía prisa, pero él me detuvo, dijo que mi comentario simple tenía un fundamento científico. Los seres humanos no tenemos conciencia real de cuántas veces nos rascamos al día, de cuántas veces nos llevamos la mano a las comisuras de los labios, a los interiores de las narices o de los oídos, de cuántas veces nos frotamos los ojos, de cuántas veces nos rascamos los huevos.
Posdata: Ahora procuro no llevarme las manos a la cara. Si tengo una pelusa en el ojo, busco una servilleta y me limpio con ella y tiro al basurero el papel.
Me escuece todo, todo, y cuando digo todo es ¡todo! Qué raro, qué extraño. Digo que tal vez siempre ha sido así, pero no había tenido conciencia plena.
La chica del cajero era muy linda, muy bella, casi una reina, pero también muy humana, porque ella no estaba exenta de que le picara una parte hermosa de su cuerpo (esto último lo dicta mi lado tierno, pero también hay agregados de mi lado perverso. Cierro los ojos, aspiro y vuelvo a sentir su aroma a sudor limpio.)