martes, 21 de abril de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN CINCUENTA Y SIETE




Querida Mariana: A veces, sólo a veces, regresa a mí el juego del 57. Te cuento. En mis inicios de lector (en la secundaria) cuando compraba un libro lo abría en la página 57 y contaba las palabras hasta hallar la 57. Perdón, no he dicho la causa del juego: el juego era porque consideraba que el 57 era mi número mágico, ya que nací en 1957.
Ayer, en casa, tomé un nuevo libro del librero: “Una vida por la palabra. Entrevista con Sergio Ramírez. Prólogo de Carlos Fuentes.”, de Silvia Cherem, y lo abrí en la página 57. Recordé entonces mi juego de adolescencia. Así que con mi dedo índice de la mano derecha comencé a contar las palabras del párrafo hasta que llegué a ¡la cincuenta y siete!
Cuando jugaba en mi adolescencia, como si repitiera una oración, andaba de arriba hacia abajo, por las calles del pueblo, por el parque, por el patio de la escuela, por la cancha de básquetbol, diciendo, en voz baja, la palabra que ese día tenía señalada como la palabra mágica.
Era un juego que tenía su dosis de misterio. Al abrir el libro en la página cincuenta y siete, comenzaba a contar las palabras y pedía, con mucha fuerza, que fuera una buena palabra, porque, en una ocasión, en un libro de Poe hallé la palabra Tiniebla y pensé que esa era una palabra no propicia. Ese día, como siempre lo hacía, repetí a todas horas la palabra, pero lo hice con temor, como si al decirla invocara la tiniebla y a mí me gustaba (hasta la fecha) repetir palabras luminosas. Una vez me tocó la palabra Rosa y pensé que era una buena señal, porque, en ese tiempo, me gustaba una niña, de por el barrio de San Sebastián, que se llama Rosa (ya no la he visto en el pueblo desde hace muchos años, quién sabe dónde vive, quién sabe con quién se casó, quién sabe si tiene hijos y nietos. Quién sabe si es feliz. Desde acá, ahora, le deseo lo mejor.) Ese día caminé contento por el parque central, me senté en una de las bancas de granito y silbé. Veía cómo todos los que caminaban frente a mí me miraban y sonreían, como si ese silbido fuera algo como una contagiosa felicidad. Al final caminé rumbo a su casa, pidiendo que estuviera fuera de su casa. Y mi deseo me fue concedido, Rosa estaba en la puerta de su casa, vestía una blusa floreada, una falda azul y tenía un moño que iluminaba la trenza que le caía generosa sobre su pecho. Sonreía. Sonreía, porque platicaba con Mario, quien fue su novio toda la secundaria; es decir, toda mi prepa.
Ese día comprobé que las palabras no son buenas ni malas, porque el día que mi palabra mágica fue Tiniebla no sucedió desgracia alguna; en cambio el día de la palabra Rosa. En una ocasión me tocó una A (así solita). La respeté y, todo el día, Alejandro anduvo con la A de Arriba para Abajo,
Ayer abrí el libro de Silvia (no lo había leído. Lo compré en el viaje más reciente que hice a Tuxtla Gutiérrez, en la librería José Emilio Pacheco, de la UNACH, mi universidad, que en estos tiempos celebra su cumpleaños cuarenta y cinco. La celebro.). Puse mi índice derecho sobre la página, y como si fuera un chapulín lo hice brincar de una a otra palabra, hasta llegar a la ¡cincuenta y siete! ¡Boquilla!, esa fue la palabra. Ah, qué bonita palabra: Boquilla. Pensé en las actrices de los años sesenta, quienes fumaban cigarros con boquillas de plata. La boquilla era como una extensión que agrandaba el cigarro, que le daba personalidad. No todo mundo fumaba con boquilla, porque no todo mundo tenía el caché de una gran actriz.
Me gustó el juego, tenía tiempo que no lo jugaba. Si vos querés hacerlo te vas a divertir. Tu número mágico será el binomio final de tu año de nacimiento. No, no, no me lo digás. Lo sé. ¿1995? ¿1994? Bueno, vos sabés.
Como estoy en casa, siguiendo la recomendación de las autoridades sanitarias, anduve de arriba para abajo de la casa diciendo boquilla a cada rato. Boquilla en la cocina, en el comedor, en la sala, en el patio, en la recámara, en la sala y vuelta a comenzar. Dije: Boquilla: Quilla de la boca, y recordé que la quilla en un barco es la base que va de propa a popa y que sostiene la estructura y que se desliza por la superficie del agua y entonces disfruté el juego, porque imaginé a la boca como una canoa e imaginé que tiene propa y tiene popa y elegí la comisura izquierda de los labios como la proa y la comisura derecha como la popa y pensé que la popa es la parte trasera, y pensé en el Titanic y pensé en un mar de saliva y miré cómo en mi boca había sirenas y delfines y, como si fuese Odiseo, escuché el canto de las sirenas y debí resistir a ese llamado mágico.
Posdata: Digo que a veces, sólo a veces, vuelve a mí el juego del cincuenta y siete. Ayer volvió. Volvió cuando tomé del librero ese libro donde el escritor Nicaragüense Sergio Ramírez cuenta acerca de sus dos grandes pasiones: la literatura y la política. ¿Sabías que llegó a ser vicepresidente de Nicaragua? ¿Sabías que jugó para ser presidente de su país y no ganó más que el uno por ciento de la votación y quedó con una deuda de más de medio millón de dólares? ¿Sabías que tuvo que vender su casa para pagar algo de la deuda? ¿Sabías que Carlos Fuentes y otros amigos mexicanos le procuraron conferencias y talleres para que ganara algo de paga?
Un día se retiró de la política y ahora dedica todo su tiempo a la literatura, porque, como Carlos Fuentes dice en el prólogo: “Sergio Ramírez fue escritor, antes, durante y después de la Revolución. Sabía que los gobernantes pasan y los escritores quedan.”
Ahora, imagino, Sergio fuma la vida con boquilla, con elegancia, con donaire, con espléndida madurez.
Posdata dos: Ayer, en la tarde, entré a Cinépolisclick y renté la película “Un día lluvioso en Nueva York”, de Woody Allen, y ¿qué creés? El joven protagonista entra a una tienda de cigarros y compra… ¡Sí, compra una boquilla! ¡Qué coincidencia tan grata! Es el poder de la palabra, sin duda.