miércoles, 3 de junio de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXIII)




Hay chicos que tuvieron malos padres, golpeadores, desobligados, bolos, violadores, ausentes. Hay chicos que tuvieron la bendición de tener buenos padres. Yo, siempre lo he dicho, soy de este último grupo. Tuve la bendición de tener un padre bueno, un padre que me amó. Nací en 1957, mi papá murió en 1990. Nuestra convivencia fue de treinta y tres años, la edad de Cristo. Fue muy poco tiempo, pero fue el tiempo justo.
Cuando fui a estudiar a la Ciudad de México, como cualquier muchacho, viví fuera de casa. Llegaba a Comitán de manera intermitente, cuando había periodo de vacaciones o cuando un movimiento de huelga se prolongaba. Así pues, de los treinta y tres de convivencia debo restar cinco de ausencia por motivos de estudio. Es un decir. Cuando regresé, después de cinco años, tuve que confesarle a mi papá que el anhelado título de ingeniero estaba lejos, muy lejos, porque debía materias, incluso del segundo semestre. Cuando estuve inscrito en la facultad de Ingeniería, en la UNAM, un grupo compacto de estudiantes inició un movimiento para eliminar la seriación de materias, era, por supuesto, un grupo de malos estudiantes, fósiles, quienes sostenían que cada alumno tenía el derecho de decidir qué materias cursar. La seriación, como dicta la razón, impedía llevar Matemáticas 2 a quien no había superado Matemáticas 1. ¿Quién puede multiplicar si no sabe sumar? En mal momento, por la presión que tomaba una fuerza inaudita, el director de la facultad cedió a la irracional exigencia y se eliminó la seriación. Cualquier alumno pudo inscribirse a la materia que deseaba. Un alumno de tercer semestre podía tomar una materia de sexto semestre, por ejemplo, sin restricción alguna. Yo, igual que todos, me inscribí en materias que no me correspondían, porque debía el antecedente. ¡Así me fue!
Pero, además, la relación con mi padre siempre fue intermitente, porque (como la mayoría de adolescentes) salía con los amigos, iba a ranchos, a jugar béisbol, al cine, a beber cervezas, a bailes, a ver partidos de fútbol, a la escuela. Conforme crecí dejé de estar de la mano con mi papá. Esto que digo es igual que la seriación de la universidad. Uno no debería pasar al nivel dos mientras no se cumpliera cabalmente con el nivel uno de convivencia con los padres. Sin embargo, llega un momento en que el desprendimiento es inevitable. A la luz de mis sesenta y tres años veo que es una realidad, pero lamento esa ruptura. Lamento que la vida (de todos los seres humanos) obligue a caminar tantos caminos que nos llevan fuera de casa. Mi propio padre (como todos los padres del mundo) también tenía sus obligaciones que no le permitían estar más tiempo con su hijo, debía atender sus negocios, ir a tomar la cerveza con los compadres, asistir a reuniones sociales, acudir a encuentros religiosos.
Así pues, esos treinta y tres años en que tuve vivo a mi padre se hicieron pocos, muy pocos. Ahora los contabilizo por instantes, por los momentos que viajamos juntos a San Cristóbal; por las tardes donde, en la sala de la casa, llenábamos crucigramas, porque él, igual que yo, amaba las palabras. Recuerdo ahora con gratitud los instantes donde nos sentábamos ante la mesa y orábamos para dar gracias a Dios por los alimentos recibidos y él contaba los sucesos del día; recuerdo con emoción doble, algunos domingos que, después de misa de doce, pasábamos a la tienda de don Roque (frente al edificio donde ahora está la FM) y compraba una lata de anguilas españolas y llegábamos a casa y cortaba cebolla en forma fina y le agregaba sal y limón y luego partía mitades de pan francés (del mismo con que preparan los panes compuestos) y, con una cuchara, empapaba las mitades con el aceite de oliva de la lata y luego colocaba las anguilas que comíamos viendo un partido de béisbol en la tele, en blanco y negro. Él tomaba una copa de ron y yo una limonada.
La convivencia con mi padre nunca fue un continuo, estuvo hecha con fragmentos. A veces coincidíamos en la casa sin hablar. Él estaba en sus cosas y yo en las mías. ¿Cuáles eran esas cosas que levantaban como muros transparentes? ¿Cuáles son esas piedras invisibles que impiden estar?
Sé que la vida de todos los seres humanos tiene similitud con lo que digo. Es lamentable. La ciencia explica que los árboles se comunican a través de las raíces con sus más próximos. Los seres humanos, como no tenemos raíces profundas, vamos de un lado a otro e ignoramos a nuestros árboles prójimos; a veces tendemos puentes con lejanos y desconocemos nuestro propio bosque.
Sí, la vida es esto y no otra cosa. Es lamentable. Como decía Rosario Castellanos debería existir otra forma de ser, de existir, de estar siempre más cerca de los padres buenos. La vida es muy breve, apenas un parpadeo, y ella se nos va en buscar caminos fuera del camino principal, de la senda verdadera.
Y el parpadeo que el destino me brindó fue el mismo tiempo que Cristo vivió en el mundo. Así como el padre de Cristo lo mandó sólo treinta y tres años (así lo dicen los creyentes) para salvar el mundo; el mismo Dios de Jesucristo me envió a mi padre el lapso breve de su hijo, para salvar mi mundo. Por eso, cuando mi padre falleció yo repetí la frase: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, pero no lo decía a Dios, sino a mi padre, porque Dios es dadivoso y, como la ceiba enorme que es, siempre tiende redes a través de sus raíces con los demás árboles del bosque, no importa que éstos sean débiles arbolitos de limón o sean enormísimos árboles de cedro.
Recuerdo instantes, un breve catálogo de palabras, de imágenes, de caricias, de reprimendas, de quitarse el saco a la hora de la lluvia fina para dármelo a mí, siempre a mí.
Ahora tengo sesenta y tres años; es decir, he sobrevivido treinta años sin la presencia física de mi padre. Ahora, todo ha sido lamentar los instantes que desperdicié, las palabras no dichas, las caricias suspendidas. Roberto Martínez, destacado artista de Comitán, cuando recuerda a su padre, dice: “Pídele al tiempo que vuelva”, pero el tiempo es un viejo que camina hacia adelante, jamás mira hacia atrás, sabe que puede convertirse en estatua de sal. El tiempo, implacable, no regresa ni un centímetro, ni una línea, ni un segundo. El tiempo sí es lineal, es un continuo. Esto, de igual forma, es una pena. El tiempo debería fragmentarse, hacerse cachitos, para que en cada cachito pusiéramos, como flor en maceta, la flor de nuestro amor paterno.