sábado, 27 de junio de 2020

CARTA A MARIANA, CON PLÁTICAS DE SOBREMESA



Querida Mariana: Cuando era joven (ya hace un buen rato), había un programa en la XEUI, estación local de radio, que se llamaba “Sobremesa musical”. Como has de comprender, el horario era precisamente en el momento que la familia terminaba de comer y platicaba, con un cafecito bien caliente o un digestivo o un postre (a mí me encantaba comer obleas o quiebramuelas. Todavía tenía muelas para quebrar. Ahora ya no como quiebramuelas, porque, a la primera mordida, se convertiría en quiebra prótesis dental y yo sólo comería shopitas y hablaría como lo que soy: un viejo.)
Los encargados de la programación seleccionaban una música suave, instrumental. Antes (no sé ahora, porque casi no escucho radio) había barras programáticas con música especial, así, en la mañana había un programa llamado “Amanecer ranchero”, donde, como su nombre lo indica, trasmitían pura música ranchera. Ah, este programa era muy escuchado en las comunidades rurales. En la noche había un programa con música romántica, para enamorados. Pero, el que ahora recuerdo es el de “Sobremesa musical.” Y lo recuerdo, porque la sobremesa era un momento importante en la casa comiteca. Después de andar del tingo al tango durante toda la mañana (los papás en la chamba, los niños en la escuela, los abuelos leyendo el periódico en el corredor de la casa, las mamás preparando la comida y las abuelas regando las plantas del jardín), los integrantes de la familia regresaban a casa para comer.
No sé en casa de tus abuelos, pero en casa, a la hora de comer no se platicaba, porque era de mala educación y porque al comer una costillita y reírte con la bobera que platicaba el tío podías atragantarte. Por eso, cuando la comida había terminado, la sobremesa iniciaba y los mayores prendían un puro y tomaban un digestivo y las mamás sacaban el bordado y mientras la plática se daba en forma natural, la radio, como fondo, nos acompañaba con la Sobremesa Musical.
A mí me encantaba esa burbuja de silencio que sólo era rota a la hora de sorber la sopa, a la hora de cortar la carne con cuchillo y tenedor, a la hora de masticar las verduras o de beber un sorbo de limonada. En ese tiempo no lo sabía, pero los de casa practicábamos un precepto del zen: nos concentrábamos en lo que hacíamos, disfrutábamos cada bocado que (decía la abuela Esperanza) debía ser masticado en forma suave, pero constante, hasta casi hacerlo papilla.
Sí, querida mía, eran otros tiempos, tiempos más sosegados. Ahora, la sobremesa ya no se da. Los tiempos (antes de la pandemia) nos exigían comer parados, incluso, calentar las tortillas de manera rápida, porque había que regresar al trabajo o porque nos esperaban las clases de natación o porque quedamos de vernos con nuestra chica a las cuatro en punto, en la fuente del parque central. Todo era muy apresurado.
¿Se da la sobremesa en estos tiempos? No. Hubo un tiempo (Dios mío) donde la gente no sólo acostumbraba la sobremesa; es decir, la charla después de la comida, sino que también tenían costumbre de practicar la siesta. Los mayores entraban a sus habitaciones y, con la cama tendida, se quitaban los zapatos, se recostaban tantito y echaban un pestañazo. Era momento en que los niños aprovechábamos para ir a jugar al sitio, para hacer caminitos en los montones de arena y jugar carritos, para trepar a los árboles de jocote o, con un palo, cortar limas de pechito; era momento en que los mayorcitos jugaban a las escondidas con las primas.
Sí, eran otros tiempos, tiempos más cándidos, si me permitís la palabra, tiempos más inocentes, más de té de limón calentito.
Las calles comitecas también adquirían otro tiempo, un tiempo más dúctil. Los ruidos se escondían en una sombrita y descansaban; el silencio asomaba su cara de radio apagado y caminaba en puntillas.
Digo que sólo en los sitios y en los patios de las casas había movimiento con el rebumbio del juego de los chicos. Los papás y abuelos dormitaban adentro de los cuartos, que permanecían con las puertas abiertas.
Pau, cuando era más pequeña, con su inteligente inocencia me preguntó si la sobremesa era un juego donde nos trepábamos sobre la mesa. Su mamá rio mucho. Le expliqué a Pau en qué consistía la sobremesa, le dije que era un tiempo que, después de la comida, se usaba para platicar. Ella me vio con su carita de carpeta tejida en crochet y dijo que entonces era bobo llamarle sobremesa si todos estábamos sentados ante la mesa. Pucha, pensé. Su mamá volvió a reír. Le dije a Pau que su argumento era razonable.
Y cuando Pau preguntó si era un juego sobre la mesa, pensé que la mesa es el chunche integrador por excelencia. En torno a la mesa nos reunimos para celebrar la vida. Los otros objetos de casa no tienen esa capacidad de convocatoria, de aro luminoso. En la cama descansamos y, a veces, retozamos, pero (salvo prácticas raras) en la cama no pasan de tres integrantes; los sofás ayudan a la integración, pero hay love seat (para dos) o, igual que en la cama, sofás donde se sientan tres, no más. Las sillas (salvo prácticas raras) sólo admiten a la abuela, a la hora que teje o ve la tele o toma el café y platica con la comadre, los chismes del día.
Los juegos de mesa son variados, son un invento genial, porque ayudan a extender la cuerda del afecto entre amigos y familiares. ¡Ah, en el Comitán de antes, era tradición reunirse en torno a la mesa para jugar la sencilla lotería! Al grito de la lectura de las cartas, los jugadores colocaban granitos de frijol o de maíz en la casilla correspondiente, y era un momento excepcional cuando alguien colocaba la semilla, levantaba los brazos y gritaba ¡lotería!, la planilla estaba completa. El gozo de uno era el desencanto de los demás, pero, como todo era un juego, volvían a comenzar.
El premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, dice que el juego “sirve al hombre para distraerse, olvidarse de la verdadera realidad y de sí mismo, viviendo, mientras dura aquella sustitución, una vida aparte…” ¿Mirás?, el juego es una burbuja mágica. El juego, igual que la mesa, es una sustancia integradora. Los seres humanos tenemos al juego como una actividad esencial. Nos reunimos para jugar fútbol en el campo o en el patio de la escuela; nos reunimos para jugar básquetbol en el auditorio; nos reunimos para jugar baraja en la mesa de cantina o en la mesa de la casa; vamos al billar para echar un jueguito de pool o de carambola; nos encanta brincar la cuerda en el patio de la casa, trepar a los árboles de durazno y aventarnos, desde las ramas, sobre los montones de arena. El juego convoca. Millones de aficionados presencian, por televisión, un juego de fútbol soccer que sucede en Barcelona, España. Jugamos el juego de los otros y los otros juegan para que juguemos.
Ahora, en época de pandemia, reconocemos el valor del juego y la riqueza de la sobremesa. La mesa sigue siendo un elemento fundamental para la integración de la familia. Mientras comemos butifarras, tamalitos de bola, pan comiteco y bebemos café orgánico o cerveza o un vaso de vino, desplegamos sobre la mesa, como si fueran naipes, las anécdotas de siempre. Ahora, qué pena, pero es la cruel realidad, aparecen noticias desagradables, por situaciones que suceden en todo el mundo y, de forma ingrata, en nuestro pueblo. Pero, cuando, después de la comida, alguien propone un juego de mesa: naipes o dominó o ajedrez o lotería o turista o monopoly, la vida se trepa sobre la mesa y baila y canta y se para en un pie y luego en otro y levanta las manos como si quisiera volar, volar.
Recuerdo con emoción los instantes donde mi papá, mi mamá y yo, hacíamos la sobremesa y escuchábamos el programa musical de la XEUI. La vida tomaba un rostro de mariposa volando sobre claveles, la armonía era una muchacha que nos acompañaba y nos regaba pétalos de aire. Asimismo, recuerdo los momentos donde jugábamos juegos de mesa. Mi tía Emelina, en una visita que nos hizo, trajo un chunche fabuloso, era como una nave interplanetaria, con canicas en su interior. Lo colocábamos al centro de la mesa y a quien le tocaba el turno daba vuelta a una perilla en el centro, donde se agrupaban todas las canicas. Al accionar el mecanismo, las canicas se desplazaban a la periferia donde había agujeros con números. Muchas canicas entraban a los agujeros y otras regresaban al centro. Con pluma y papel anotábamos la puntuación lograda, era genial, cada agujero tenía una numeración por color de canica, así, por ejemplo, una roja valía cinco puntos y una blanca un punto. Luego le tocaba a otro jugador. Así nos pasábamos horas y horas, como dice Mario: Olvidándonos de la verdadera realidad. El juego no sustituye la realidad de la vida, coloca a ésta en una pausa, la hace tantito a un lado y le pinta un rostro de alegría.
Posdata: Deberíamos regresar a tiempos donde la sobremesa era un lapso integrador de la familia, donde unía a todos los integrantes, donde reafirmaba el valor esencial de la unión familiar. ¡Salud!, querida niña. ¡Salud, siempre!